Tadeusz Kantor decía que nunca había sido tan libre creativamente como cuando Polonia cayó bajo el régimen nazi, porque la libertad, en el arte, es un don que no proviene ni de los políticos ni de las autoridades. La primavera progresista mal acostumbró a algunxs artistas que se olvidaron de la bosta cósmica que es el mundo en el que vivimos. Claro, es fácil acostumbrarse a “romper”, entre una cantidad absurda de comillas que no voy a malgastar acá, cuando esa ruptura gana fondos estatales y es aplaudida por cuantxs portadores del sano juicio artístico se pueda encontrar en el circuito de teatros y bares frecuentados por lxs mismxs. Un poco más difícil es aceptar las consecuencias lógicas de meterse con temas sensibles que puedan afectar de alguna manera a alguna de las otras millones de personas que conviven en esta bosta espacial. Y entonces, ante el más mínimo comentario de rechazo, al más ínfimo cuestionamiento, ante cualquier post de mierda en cualquier red social de mierda que dice esta obra es una mierda y los que la hacen son igual de mierda, se abre la canilla de la cloaca de lxs mártires del arte, lxs pobrecitos artistas, que no soportan que su obra no sea recibida como la genialidad que es, con la importancia que reviste, con lo importante que es que esta gente en particular hable de estos temas en particular, y entonces, decía, florece como un berrinche, mientras tiran al carajo sus chupetes, el grito: ¡CENSURA! ¡NO ME DEJAN CREAR! ¡NO ME DEJAN TRABAJAR!
Como si la Santa Inquisición hubiera vuelto para quemarles los chapones de MDF mal pintados. Como si, dueñxs de una verdad reveladora y revolucionaria, no conocida antes por el resto de los mortales, fueran a romper con una hora veinte de morisqueta los cimientos de la civilización occidental. Como si a alguien, alguien de entre el por demás reducido grupo de personas que siquiera se entera de una realización teatral, realmente le importara tanto. En un gesto de egomanía digno de ser incluido en algún libro de psiquiatras viejos y pajeros y haciendo gala de sus dotes más altas de dramatismo, se cargan en seguida una cruz y una corona de espinas y empiezan dale que dale a caminar en un vía crucis que incluye ágoras virtuales y los ya mencionados bares y teatros, poco menos que a lágrima viva, autoproclamándose silenciadxs por cuestionar al poder (si no se hubiera muerto el pelado Foucault se estaría cagando de risa) o vaya uno a saber cuál de todos los status quo que existen.
Si te gusta el durazno, bancate la pelusa. Y si creés en lo que estás haciendo, no te quejes cuando la platea no se para de pie para aplaudirte. Y si te tiran tomates, guardalos, capaz que te sirven cuando a la noche se te acaben los aplausos y no tengas nada para comer.
Aquí desde las ruinas de cultura, bienvenides a la distopía del arte como concepto universal. La ciudad llena, llenísima, de lugares con toques, habilitados y no habilitados, con exposiciones, habilitadas y no habilitadas, con obras, obrones y obritas de teatro, habilitadas y no habilitadas, esé.
Hablan y hablamos de habilitar el arte, pedir permiso y complacer, en este nuevo modélico pandémico, cuasi pos-pandémico, escenario ideal del paradigma neoliberal, nos encontramos regulando el arte: dónde, quiénes, cuántos, a cuántos metros; la espontaneidad perdida para quien monta y quien asiste. Protocolos y cálculos milimétricos como si fuese, únicamente, una mercancía.
Quienes trabajamos en el arte nunca nos ponemos a discutir lo suficiente sobre que pretendemos, si acaso pretendemos algo más que practicar el onanismo barato de “hacer arte y mostrarlo”. Un montón de individuos jóvenes y montefideanos que se la pasan destinando sus ratos libres y no tan libres a montar exposiciones, lecturas de poesía, muestras de danza, obras, obrones y obritas de teatro, pero que nunca se sentaron a mirarse las caras y charlar sobre que carajo están, estamos, estaremos haciendo. No para ponernos de acuerdo, ponernos de acuerdo jamás, para discutir y pensar más allá de nuestro ombligo lleno de pelusas, ¿qué arte queremos hacer? ¿Queremos pedir permiso y complacer o manifestar alguna inquietud de esta realidad dura como refuerzo de concreto?
A mi ―ni a nadie de esta editorial― les importa que hagan con su arte. Hagan lo que quieran, pero sepan qué quieren hacer, porque pertenecemos a una juventud con grandes problemas de autopercepción, con desvaríos crónicos de grandeza, poca autoestima y un egocentrismo galopante en formulaciones de hippies chic y hippies antisistema, que nos dejan encerrados en entornos pequeños y en circuitos diminutos.
La cosa es que no estamos aislados, somos seres sociales, si queremos comunicar arte ¿qué carajo estamos comunicando?
Definitivamente nos faltan un par de fantasmas en las filas o algo que nos motive a salir de las alcobas. No hablo ni siquiera de La Peste aunque diría Levón de la peste de Artaud como cuando nos apestamos en el segundo año de la escuela. Esto que pasa es mucho más trágico que una peste por duro que suene decir algo así en un momento donde todo lo que estaba embadurnado en leche ahora parece una babosa muerta con la que uno hace una metáfora podrida y escupida en un mingitorio. La gente muere, sí, no hay trabajo, es verdad, pero también somos responsables de lo que venía pasando desde antes y escusamos nuestra pereza en el reflejo que nos devuelve el ser. Este medio está podrido, si existen referentes trabajan en las sombras o vuelan en aviones a germinar el obsoletísimo del otro lado del océano. No puedo decir certezas sobre lo que acontece en la cuarta luna de júpiter porque todavía no tuve el changüí de ir a explorarla, pero imagino que si pasara algo demasiado interesante nos enteraríamos.
Determinados aspectos de la actividad artística, están callados, están casi que abolidos o hundidos en la crítica o en la queja. El presupuesto será pobre o será inexistente pero no puede depender de eso el arte. La producción artística no debería callarse, y con esto no me refiero a la actividad escolar de lanzar un par de muestras cada año ni a la labor de elaborar una mega producción que vean quinientas personas por quinientos pesos en siete días en formato recaudación exprés. Claramente, de ambas tenemos ejemplos, claramente lo habitual es visitar o mirar de reojo y después pasar al momento de la queja. Últimamente, escucho dos por tres en mis círculos más cercanos un hartazgo al respecto, porque concretamente es terriblemente tedioso concurrir a un teatro, ver una obra, salir y dar una crítica que no pretende ni una céntima de análisis semiótico, que no se fija en prácticamente ningún significante y que, por sobre todo, termina recayendo en una primera fila de lo más mísera cuando se
critica a los actuantes o a las direcciones ―o con suerte― a las estéticas. Nuestro ojo repara en nada menos que la podredumbre por la que nos regimos. Cuando sale una obra de Roberto Suarez, por ejemplo, sucede algo que da rabia, la gente fascinada aplaude y condecora durante semanas y hasta meces, incluso sucede alrededor suyo el halo de una leyenda, pero eso justamente no es lo interesante sino que, aunque guste o disguste, se reconoce un trabajo laborioso, se reconoce un empeño colectivo y organizado de una grupalidad que se esmera durante el tiempo que sea suficiente para llevar adelante no solo un producto sino una investigación que no hace más que abrir sus puertas al momento de necesitar ser expuesta o la tesis ser probada. Otro tipo de procesos, desde mi punto de vista y generalizando, no sirven para nada. El teatro se volvió en este pequeño pueblo de disfuncionales que salen y bordean instituciones en un hobbie, en una idea sobre una profesión o algo parecido que no tiene nada que ver con el arte.
¿Qué es el arte? No tengo idea, no estoy proponiéndome acá dar ningún tipo de respuesta sobre absolutamente nada, sino que exponer mis inquietudes más superfluas que bordean continuamente la falta de tiempos notoria en cada trabajo, la falta de disposición, la falta de aporte y ―sobre todo― la falta de investigación y de registro sobre lo hecho. Yo creo que es necesario investigar, y no investigar en modalida
d de cliché con los famosos ‘laboratorios’, porque no creo que se trate de un laboratorio, hablo de inmiscuirse realmente con la materia de trabajo, es decir, con su propio campo inves
tigativo, con su propio hacer y su accionar. Digo, ¿qué quieren los artistas? Y digo ‘artistas’ como podría decir zapato o caja o caja de zapatos, ¿Qué quieren las personas que bailan con el arte? ¿Qué queremos? ¿Queremos glorificar a los ancestros y hablar de lo que se hizo acá o allá, o queremos ser quienes zarandean y crean movimientos? ¿Queremos seguir imitando e ‘investigando’ sobre lo viejo, o abogar por la creación? Porque si queremos me parece que hay que abandonar la lengua y la cháchara y pasar a ese momento en el que se cambia el adjetivo por el verbo y se acciona para hundirse en el arte.