- Diego Lois

Hace muchos años un alemanito pudo abstraerse de su condición de burgués y entender que la desigualdad de clases, se debía al acaparamiento de los medios de producción por parte de un grupo reducido de personas como él.
Mientras su ama de llaves le limpiaba las medias y los calzoncillos, tuvo suficiente tiempo para escribir varias obras. Cincuenta años después, una multitud de loquitos se subían al tren transiberiano con esas obras debajo del brazo y se bajaban en la estación ‘cortarle la cabeza al Zar Nicolás’. Esos mismos loquitos convirtieron el imperio que obtuvieron, en otro imperio más grande todavía, que era igual al anterior pero con una economía pública mucho más gorda, y entre sus arcas, había lugar de sobra para financiar al Teatro Nacional de Moscú (traducción del autor). Cuna de un elenco estable en donde sus artistas nunca se tuvieron que preocupar demasiado por tener con qué llegar a fin de mes, pagar alquiler, comprar fiambre o ropitas nuevas, o tener una sala bien dónde estrenar sus obras de teatro.
De esa política pública salieron varios cracks como Gorki, Stanislavski o Chejov, y hoy, muchos años después de la revolución de los loquitos contra el Zar Nicolás, y debido a causas tan diversas como los talibanes, la debilidad de los sistemas de partidos únicos, la hipocresía o la estupidez, ese mundo se cayó y en las escuelas de teatro, los seguimos leyendo porque son buenísimos y seguimos teniendo mucho para aprender de ellos.
Tantos años pasaron y quienes producimos arte, seguimos apuntando directamente a fondos (políticas públicas, festivales, premios, concursos) cuando queremos hacer algo de calidad, a lo que poder dedicarle nuestro tiempo a pleno sin distracciones materiales inmediatas. Quienes pueden (y me alegro por elles) escapar a estas preocupaciones, en su mayoría se apoyan sobre aquella acumulación inicial de la clase arrolladora, que saqueó las minas del Potosí, y las tierras indígenas, y al día de hoy sigue quemando a diario miles de hectáreas de selva para producir riqueza.
En simultáneo, quienes tenemos un tiempo que resulta demasiado corto, nos cuesta mucho ensayar algo apasionadamente durante varios meses, sin caer en la tentación del fetiche de la mercancía. De querer convertir nuestra producción en un producto consumible por el medio, para transformar ese consumo en validación multirubro (fotos, redes, comentarios, renglones en currículums, codeos en bares con colegas, aprobación familiar). Quien esté libre de fetichizar sus creaciones como mercancías que tire la primera piedra.
Tantos años después y los viejos problemas siguen siendo los mismos, no contamos con tiempo, ni recursos, ni la propiedad de los medios de producción para producir el teatro o lo que sea que queramos. Las discusiones alrededor de esto son muchas y ojalá fueran muchas más.
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Hace unos días, en medio de una jornada laboral, me tuve que parar sobre el piso de la sala de ensayo, y pude percibir la conexión profunda que tenían mis pies con el todo. Pude sentir la madera y debajo el hormigón, compuesto por un complejo entramado de minerales traídos de todas partes del territorio nacional, la tierra debajo vibrante por las lombrices y todos esos animales increíblemente fascinantes, que jamás vamos a conocer en detalle por ser más pequeños que un grano de arena, y debajo huesos, rocas, metales, agua, oscuridad, petróleo, fuego, peligro, secretos, y a mil capas de distancia de mis pies, una cueva de cristal celeste y brillante. Me gusta pensar que todas las personas que nos volvemos adictas a crear (otra gente habla de pasiones, necesidades) es porque en algún momento estuvimos en esa cueva, en un punto sagrado de creación que nos cambió la vida, y no hacemos sino querer volver a cada paso que damos. Un viejo lugar conocido que contiene la energía de todo lo que es posible.
Para cada persona ese momento debe de ser distinto. En mi caso no me acuerdo cuál fue el primero, en parte porque estoy seguro de que fueron muchos. Se pueden hablar horas de los problemas materiales de la creación, pero quienes estuvimos alguna vez en la cueva sabemos que lo central no corre por esa vía. Hay algo mucho más profundo, que tiene que ver con habitar ciertos lugares de la conciencia (Descartes y otres que vinieron después hablaron del ‘conócete a tí mismo’) tan profundo como sea posible.
Recorrer ese camino implica tener abiertas las puertas de la percepción, y asociar libremente una enorme cantidad de sucesos de la vida propia y del diálogo con las vidas ajenas hasta sintetizar a gusto. El más creativo es el que copia mejor.
En mi caso en particular, crear significa acercarme lo más posible a les creadores que me cautivan ya sea con su arte, pensamiento, magnetismo escénico o lo que sea. Por cada obra que escribo, leo unas veinte y miro unas veinte más, y para eso a veces hay que hacer lugar en donde no lo hay. Leer en el laburo o directamente no ir. Dice el Indio que ‘solamente quienes toman sosegadamente aquello por lo cual se atarea la gente de mundo, pueden atarearse por aquello que la gente de mundo toma sosegadamente’. Tiene razón.
Lucrecia Martel, por su parte, nunca pierde ocasión para decir en sus entrevistas que no cree en la palabra artista, que es un artificio inventado para justificar el mecenazgo de ciertos creadores por sobre otros, y que cualquier persona de este mundo es capaz de hacer arte. Tiene razón. Dijo alguna vez Séneca que 'no es porque las cosas sean difíciles que no nos atrevemos a cometerlas, sino porque no nos atrevemos a cometerlas que se vuelven difíciles'. En el entrevero de mi eclecticismo Séneca escuchaba las entrevistas de Lucrecia, y también tenía razón.
Lo único importante parecería ser a cada paso ir abriendo las puertas de la percepción, con la posibilidad de dejarlas abiertas para poder volver cuando queramos a aquellos lugares en donde encontramos algo. No es necesario tomar LSD cada vez que quiero lograr una conciencia del todo o del sentido de la vida. No es necesario fumar porro para imaginar más allá de nuestros propios límites, ni tomar alcohol para desinhibirnos y conectar con nuestras emociones, ni tomar cocaína para sabernos con la fuerza de lograr cualquier cosa, o ir a una reunión scout para tener presente que hay que dejar siempre el mundo mejor que como lo encontramos. Alcanza con abrir cada puerta una vez y dejar un mojón plantado para que no se cierre.
Tantos años después, y los viejos problemas siguen siendo los mismos, nos perdemos de conectar con lo más profundo del espíritu, por la estupidez bombardeante de este mundo trágico y sufrido, que no hace sino llevar las discusiones siempre para el lado de la materia anulando el resto de la existencia. Tantos años después, y los viejos problemas de idea contra materia siguen siendo el centro de todo.
Me gusta el arroz, me gusta el puchero,
me gusta el amarillo, el rojo, el verde y el negro;
me gusta la calle y algunas otras cosas,
pero lo que más me gusta
son las cosas que no se tocan.
- Mateo Altez

En primer lugar, puedo hablar de un aspecto muy específico de la creación, que es la creación en teatro. Y una vez copiada esa frase, ya estoy buscando qué más copiar ante el primer problema, ante el primer vacío. Y la copio así, sin comillas, como si yo lo hubiera pensado, o como si por pensarlo yo también, ya tuviera derecho a decirlo.
Además, ahora que sabemos que es copiada, no es menos cierta.
Lo que quise decir en todo ese comienzo es que la copia es la única solución que le encuentro a los problemas de la creación en mi cotidianeidad. Y cuando digo, los problemas de la creación, no es una metáfora, es que la creación trae problemas. En mi caso, crear es (directamente): reconocer un problema o una serie de problemas, y a partir de un marco teórico copiado, plantear una hipótesis poética que va a ser puesta a prueba en un experimento. Este experimento es el teatro, que pone en juego la materialidad del problema, en conflicto, con la materialidad de la hipotética solución. A la comprobación o no de esa hipótesis es a lo que asiste el público en la obra. Pero la obra no es el fin en sí mismo. El fin en sí mismo, es el teatro.
Sumado a esto, el teatro está en (tan evidente que no hace falta explicación) contacto con los múltiples sistemas que lo rodean: la sociedad, sus normas, sus costumbres; la política, sus ideologías, sus burocracias; el capital, sus aberraciones, sus injusticias; El teatro mismo, su nicho, su competencia; esétera.
Podemos distinguir, muy a grandes rasgos, cuatro tipos de teatro: el carnaval, el teatro comercial, el teatro estatal y el teatro independiente. Por supuesto obviando el sin fin de matices. No es mi tarea ahora desmenuzar a fondo cada una de estas categorías, pero me sirve para aclarar que yo hablaré de los problemas que encuentro en el llamado, teatro independiente porque es el que practico usualmente.
Si la sociedad fuera una casa, el teatro sería una pequeña ventana con orientación sur por la que entra más frío que luz y que prácticamente no está al alcance de la vista. Si el estado fuera una casa, el teatro sería una pared de yeso que usas para dividir un ambiente pero que ni siquiera toca el techo, casi un mobiliario que molesta más de lo que conforta. Si el capital fuera la casa, somos el bidet. Y en nuestra propia casa nos comportamos como inquilinos en quiebra que tenemos miedo de cruzarnos al dueño porque le debemos ya varias mensualidades. Bajo esta estructura, lidiamos con todos los que nos agarran de pinta. Para la opinión pública somos inútiles y vagos que no quieren trabajar. Para los sucesivos gobiernos, somos un gasto y de los caros. Para los empresarios, no somos negocio o nos usan para lavar guita. Y en nuestro ambiente nos llenamos de intermediarios, que no favorecen nuestra llegada al público, y además nos ponen condiciones.
Voy a mencionar sueltos, algunos de estos problemas, que no voy a desarrollar porque llevaría demasiado tiempo, pero que son constantes en las conversaciones de grupalidades con las que trabajo y de otras que andan por la vuelta: El poco, casi ínfimo presupuesto destinado a las artes en este país por parte del estado. Las temporadas cortísimas y cada vez más cortas, además de la moda de hacer todas las funciones de corrido, que proponen (imponen) las salas, el mercado o vaya a saber quién. Los fijos mínimos carísimos e innegociables que plantean los contratos. Los intermediarios en ventas (del estilo RedTicket o Tickantel) que estás obligado a usar en determinadas salas y los porcentajes infames que se llevan. El poco espacio de difusión que hay para las artes escénicas en los medios tradicionales. La falta de un corpus crítico serio, amplio y bien formado. La discrecionalidad, el amiguismo y la inoperancia en los criterios de selección. La poca rotación de los lugares legitimados para seleccionar. La crisis de las escuelas en la formación de actores y actrices, en su preparación para trabajar/crear. Y un largo esétera.
Sin embargo, el teatro independiente (que se entienda que sigo generalizando) tiene como una más de sus tareas, revisar a conciencia los problemas específicos de la actividad teatral, de la creación, de la estética y su relación con la verdad (entre muchas comillas). Y encuentra gran parte de su lugar en este ejercicio filosófico. Como si quisiera buscar qué hay detrás (o mejor dicho, adentro) de lo específico teatral, independientemente del roce con los problemas externos anteriormente mencionados.
El teatro (frío y decadente) que hacemos en Montevideo, en su expresión máxima de especificidad, tiene su propia estructura de problemas. Esta estructura no es completamente cerrada y hermética, ya que puede incluir (los incluye a menudo) todos los problemas de las relaciones humanas, de la vida social, de la sociedad de masas y de la dinámica puebleril de la ciudad. Esta estructura (como conjunto de problemas) sería: el medio teatral. La postura que tomo frente al análisis del conjunto de estos problemas, es la hipótesis en la que me baso para justificar el discurso de una obra: toda obra, entonces, es en sí una respuesta al medio.
En mi corta experiencia como creador (barra) teatrista, casi siempre he caído en las mismas hipótesis frente al medio: falta libertad y entretenimiento; sobra prolijidad; no se puede acceder a sentimientos nobles si se busca lo útil o efectivo; la historia o el argumento no es el centro de la especificidad teatral, sino la actuación; lo material tiene jerarquía sobre lo ideal.
En conclusión: no se deja de ser un prestatario, la vida es teatral y la literatura una cita.
- Irene Brusoni

Las responsabilidades y las necesidades hacen imposible envejecer porque la creación en el arte no es para todos. El único medio de identificación es la angustia y la envidia envidiosa de tener que coexistir en las oportunidades de mi propia elección. La culpa del privilegio sin consecuencias reales y lo esperanzador del capital. La exposición tiene que sustentarse en los espacios de renombre, mientras el mal llamado 'teatro amateur' logra transformaciones revolucionarias sin fondos. Lo justo, las soluciones, las posibilidades y la opinión son parte de nuestra visión ignorante del esfuerzo y el tiempo perdido en el párrafo anterior.
La creación ocupa un lugar muy significativo en mi vida diaria. Gran parte de mi día a día consiste en pensar formas de colaborar a mi creatividad, así como también fantasear con la idea de poder vivir del arte. Es decir, mi pensamiento usualmente oscila entre la expresión y el uso práctico de esa expresión.
Mi capacidad de crear se ve impactada y, en ocasiones, interrumpida por las responsabilidades y las necesidades inmediatas de ser un adulto en la sociedad contemporánea. Establecer rutinas que permitan dedicar tiempo a la creación puede resultar sumamente desafiante cuando nos encontramos inmersos en otras tareas y obligaciones que, aunque tal vez no nos brinden la misma satisfacción, son necesarias para nuestra vida diaria.
Mi conexión con la creatividad, entonces, se ve restringida por varios aspectos de mi estilo de vida. En primer lugar, enfrentar la exigencia de un esfuerzo mental y físico considerable, lo que me lleva a cuestionar si seré capaz de mantenerlo a largo plazo. La convivencia de mi trabajo de oficina y la búsqueda de la creatividad me confronta diariamente con el miedo al envejecer y la conciencia de que, en algún momento, podría verse comprometido mi ideal de dedicarme plenamente a esta forma de expresión. Aunque reconozco que esta reflexión es común y es debatida por los jóvenes que nos dedicamos al arte (y otras profesiones), siento que en nuestro entorno no siempre se aborda de manera adecuada y, en ocasiones, incluso se refuerza la idea de que conciliar ambos aspectos es imposible generando así una noción de que el arte no es para todos.
Entonces, todo se mezcla: la creación, las responsabilidades y las necesidades;
envejecer, lo imposible y que el arte no es para todos.
El arte nos enseña a estar presentes, a aceptar nuestra imperfección y a expresar nuestro mundo interior sin importar qué. Sin embargo, en ocasiones nos encontramos con la idea contraria, con un arte exclusivo y limitado a un único medio.
Es complicado sentirnos identificados con un único medio; muchas de mis preocupaciones o angustias se relacionan con el sentido de pertenencia, con no lograr la identificación plena con ninguna forma u opinión artística. Mi relación con el medio artístico es errática, a veces impulsiva e incluso envidiosa. Quizás esto se deba a que estoy esperando del medio algo que no puede darme, o tal vez sea difícil coexistir entre nosotros cuando, en realidad, todos estamos persiguiendo las mismas oportunidades que, sumado a lo anterior, no estamos seguros de querer realmente.
Sin embargo, aquí surge una dimensión crucial e interesante: la constante tensión con el medio, el enojo y la angustia que surgen de mi propia elección de vivir del arte. Es a partir de esta tensión que, poco a poco, voy descubriendo cuál es mi lugar, con quiénes deseo colaborar y dónde encuentro que el arte se vuelve verdaderamente transformador. De hecho, el hecho de no identificarme plenamente con el medio puede incluso resultar esperanzador. En este punto es donde se hace evidente mi privilegio y el ciclo vicioso de sentir culpa al quejarse de un medio con el que tengo la libertad de enojarme sin enfrentar consecuencias reales y tangibles.
Entonces todo se mezcla: un único medio, las angustias, la identificación, la envidia envidiosa, el coexistir, las oportunidades, mi propia elección, lo esperanzador, el privilegio, la culpa y las consecuencias reales.
No es ninguna novedad que el capital tiene un rol dominante en las sociedades contemporáneas y que el ámbito del arte no es una excepción a esta realidad. Si bien no todas las formas de expresión artística requieren grandes cantidades de dinero para su realización, es innegable que cuando hablamos de sumergirnos en un medio en el que nuestras creaciones pueden alcanzar niveles de exposición que nos permitan sustentarnos a través de ellas, estamos hablando de dinero.
Si el teatro no habita espacios de renombre o espacios reconocidos, es tildado como 'teatro amateur', no profesional, lo que nos desmarca rápidamente de lo real, de lo posible o lo merecedor de reconocimiento.
Es posible que una de las transformaciones revolucionarias radique en eliminar la necesidad de acceder a ciertos espacios, o contar con determinados fondos y apoyos, para nuestras expresiones artísticas sean reconocidas como profesionales. Si todas las manifestaciones artísticas son vistas y criticadas en su propia expresión, es probable que la discusión termine siendo al menos un poco más justa.
Entonces todo se mezcla: el capital, la exposición, sustentarse, los espacios de renombre, el teatro amateur, las transformaciones revolucionarias, los fondos y lo justo.
Es cierto que hablar de soluciones puede resultar complicado, pero estoy de acuerdo en que podemos acercarnos más a ellas si se crean espacios que amplíen constantemente las posibilidades de expresión y opinión dentro del ámbito artístico. Necesitamos espacios donde no solo se nos permita expresar nuestras opiniones, sino también donde podamos ser conscientes y reconocer nuestras propias limitaciones e ignorancia.
A veces nos limitamos a dialogar internamente con aquellos en quienes confiamos y con quienes compartimos nuestras visiones y creo que esto se debe al temor del impacto de las opiniones, ya sean positivas o negativas. Las opiniones pueden ser constructivas y edificantes, pero también pueden ser destructivas y, considerando el tiempo y esfuerzo invertido en la mayoría de las propuestas, puede resultar injusto. Tal vez no sepamos cómo criticar de manera imparcial porque acá todos nos conocemos, o tal vez, y volviendo a lo planteado en el párrafo anterior, no haya suficientes espacios de crítica que sean igualmente escuchados.
Entonces, todo se mezcla: las soluciones, las posibilidades, la opinión, la ignorancia, nuestras visiones, el tiempo y el esfuerzo, se mezclan en el párrafo anterior.
Irene.