Como expresaré a lo largo del texto, todavía, en medio del posmodernismo frenético, considero que será mejor atender al acto en sí, ilusionarse momento a momento en la epifanía de las revelaciones, que ver el entramado. Aun así, como también dejaré por ostentado, comprendo que nuestra contemporaneidad necesita de las explicaciones pertinentes para prestar su atención al espíritu resultante de un artificio.
Es fácil asegurar que pocas personas conocen esta película animada de pocas palabras, pero con un guion de acciones bastante peculiar en lo detallista, y ahí, es que empieza el punto.
El ilusionista, historia escrita por el famosísimo humorista físico y director de cine francés Jackes Tati, estrenada a cincuenta y tres años de su muerte en 2010, parecería correr y no correr con la suerte del reconocimiento en simultáneo.
Por un lado, el guion se había perdido. Se dice que Tati lo envió en epístola a su hija con algo de culpa por ser lo semejante a lo que hoy decimos de ‘padre ausente’. Tati pasaba largos períodos distanciado de ella por su trabajo viéndola crecer de a estirones. Asimismo, una segunda suposición asegura que lo habría escrito para su hija mayor no reconocida.
Hubo, en su momento, intenciones de producirlo en formato de live action. Sophie Taticheff, la hija menor, ya había sido su asistente de dirección en Play Time, editando además Trafic y Parade. El cómico pensaba llevarlo adelante junto a ella, pero sufrió un accidente en la muñeca que le impidió realizar los trucos de magia que debía hacer su personaje.
El texto fue a parar al Centro Nacional de Cinematografía de Francia titulado como Tati Film nº 4, y Sophie —preocupada por promulgar la obra de su padre— habría sido quien lo recupera del archivo adoptándolo como parte del catálogo de la Fundación Tati dedicada a honrar la memoria de su padre, restaurando sus películas, y por supuesto, intencionada a cobrar regalías por los derechos de su obra.
Cuando Sylvain Chomet —director de El ilusionista— demuestra interés en utilizar un pequeño fragmento de una película de Tati dentro de su última animación, Sophie —que no quería que ningún intérprete de carne y hueso reviviera a su padre— autoriza el uso del recorte y comenta sobre la existencia del guion inédito en cuestión, sugiriendo que el estilo de animación de Chomet podría ser el indicado para llevar adelante el proyecto.
Chomet es músico, dibujante de cómics, y animador hasta entonces conocido por su largometraje animado The Triplets of Belleville, nominada al Oscar ocho años antes de esta segunda dirección de largometraje cinematográfico animado.
Chomet consigue abrir su propio estudio (Django Films) luego de sortear un par de conflictos habiendo sido acusado de plagio por su socio más cercano y teniendo grandes dificultades para llevar adelante sus proyectos. Así y todo, el El Ilusionista obtuvo una buena recepción por parte de la crítica, se paseó por todos los festivales, obtuvo doce nominaciones, siendo también nominada al Oscar donde perdió contra Toy Story 3.
¿Por qué hacer énfasis en los Oscar o hablar de crítica dentro de una reseña?
¿Por qué mencionar Toy Story 3?
El ilusionista nos presenta un mundo desesperanzador en los zapatos de Taticheff, un mago veterano enfrentándose al desinterés del público por sus espectáculos en Londres a raíz de las nuevas formas de entretenimiento. Haciendo referencia a la música pop de bandas como The Beatles o lel arranque de la televisión como fenómeno, vemos al protagonista perdiendo su trabajo en un teatro de gran aforo, partiendo a la aventura en la búsqueda de nuevos escenarios junto a un conejo que aparentaría detestarlo.
Situándonos en medio de un cambio de paradigma —aún vigente—, vemos como, casi que escapando de la oleada tecnológica o hasta de la modernidad, Taticheff tiene que sumergirse hasta a un pequeño pueblo de Escocia donde recién está llegando la luz eléctrica. Es ahí que consigue algo parecido a un escenario, o más bien, a un público.
El arte de Taticheff, desplazado por un presente tecnológico e industrial que se aproxima, necesita emigrar hacia el interior, hacia un ‘pasado’ donde todavía su arte pueda causar sorpresa y ser celebrado.
A priori se lo celebra. Actúa para un bar colmado que viene de aplaudir —como si fuera otro número dedicado al entretenimiento de los comensales— la demostración que hace una empleada subiendo y bajando una llave de luz recientemente instalada, prendiendo y apagando una lamparita.
La película no pierde tiempo en eso. Huye pero a dónde llega también las nuevas tecnología están llegando y representan una competencia, una amenaza que será la gran antagonista en sus más variados formatos a lo largo de la narrativa.
Un público así de inocente, poco acostumbrado a los artilugios modernos, nos habla de cómo el simple encendido de una bombilla eléctrica pudo ser, en su momento, algo semejante a la magia. Algo que puede recordar a la frase del escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke: “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Cuestión que logra mantener la vigencia del cortometraje, no solo trece años atrás, sino hasta ahora cuando los avances tecnológicos, los últimos lanzamientos siguen aterrando a los artistas enfrentándoles a la idea de ser reemplazados.
El cine supo repensar el teatro, lo que la tableta al libro, y el arte digital a la pintura, así como las inteligencias artificiales, los modelos de lenguaje, los metaversos y los videojuegos profundizan en el cuestionamiento, nos avisan que la historia de nuestras artes es larga, sí, pero a la vez demasiado breve, manteniéndose además en constante evolución.
En el caso que se nos presenta, la tecnología avanzaba, avanzaba rápido, y llegaba finalmente a los lugares recónditos de la periferia citadina. Sobre todo, de la mano de las tendencias comerciales. Vemos cómo el público remplaza, por ejemplo, la tradición del baile popular y del canto por la música de una rocola. Poniendo en jaque, incluso, las propias tradiciones culturales de una región, globalizando el consumo, la cultura, y la estética.
Chobum y Tati nos hablarán de esto constantemente. Ya que no solo se problematiza la variación en el gusto o la costumbre, sino que enfatizan con ahínco en la comercialización del arte, en su uso por parte de empresas y corporaciones, o en cómo éstas dejan a los artistas en relación de dependencia obligándolos a volcarse al patrocinio de sus últimos productos, poniendo su arte al servicio de la tendencia.
Este señalamiento empieza temprano en la película de la mano Alice, una joven pueblerina, posiblemente huérfana, que se gana la vida trabajando como mucama del hostal típicamente situado sobre el bar antes mencionado. Provocada por la curiosidad, comienza a rondar la habitación del mago, que, simpático, la remunera sacándole monedas por las orejas, alimentando aún más su curiosidad e incrementando la fantasía entorno a su figura. Yendo al título de la pieza, comenzando a ilusionarla.
Algo que hoy en día tenemos como un truco que podía hacernos con facilidad algún tío abuelo en nuestra infancia, o ya cualquiera que hubiese buscado un tutorial de un minuto en YouTube, en Alice, representa la contemplación del acto mágico, cree que Taticheff es un mago de verdad.
Seguida de esta idea es que le pide que le repare el oso de peluche de uno de los niños del hostal, pero el mago lógicamente no puede, se limita a ofrecer otra moneda. La magia no cumple los deseos, el dinero sí.
Aquí, según puedo entender, se distingue una clave para el vínculo que tendrán estos dos. Taticheff, lejos de ser un artista pudiente o exitoso, se las rebusca para subsistir económicamente. Se lo ve triste, nostálgico, deprimido, y hasta un poco cansado en la búsqueda del reconocimiento, del éxito, o de la remuneración. Por esto el concepto de inocencia que recae sobre la joven, se ve teñido de una esperanza correspondida.
Podemos decir que, así como ella ve en el mago la novedad o la fuga de su contexto de carencias, su creencia en la magia, la atención ante sus actos, la sorpresa con que los recibe, la admiración que le demuestra, son interpretados por Taticheff, también, como la creencia en su arte. Alice, que descubre en el mago una figura de amparo y protección, a lo mejor, una figura paterna, le habla de alguien que cree en él. Alguien a quien no va a querer desilusionar.
Tal es así que no puede permitírselo. Luego de presenciar como a los zapatos de Alice se les desprende la suela, esta vez, en lugar de hacer aparecer una moneda, le compra unos relucientes suecos rojos promocionados en el escaparate de una tienda del pueblo.
Cosa que puede relacionarse con el trasfondo del guion, que, de paso, suele ser interpretado como un material autobiográfico. Volviendo al padre ausente que le escribe la carta a la hija, podemos entender que Tati —no el personaje sino el artista— narra a través de este relato sus sentimientos, sus vivencias, y aconseja a una hija que crece entre gira y gira, y tendrá que enfrentarse a los albores del Capitalismo y la modernidad.
Tati —como hará en la película Taticheff— quizá, a la vuelta de sus recorridos, intentaría complacer a Sophie —su hija— con regalos y maravillas, a costa de ilusionarla y ganarse a su afecto.
Nuevamente, el mago no puede reparar los zapatos como no pudo reparar el oso de peluche, como no pudo estar presente. Puede sí, aunque lo vemos económicamente dubitativo, comprar un par nuevo y hacer un truco donde aparenta hacerlos aparecer.
El mecanismo del guion de acciones, al respecto, es por demás ingenioso. Como dije al inicio, el largometraje cuenta con escasos diálogos, siendo casi todos balbuceos o palabras arrojadas al aire como saludos. En ningún momento Chobum, posiblemente haciendo honor a la filmografía de Tati —y seguro también respetando el guion—, se molesta en manifestar verbalmente lo que comprende Alice cada vez que el mago hace un truco de magia.
En contradicción con la escena que da apertura a la película, donde un niño de ciudad repara en cómo el mago saca un pañuelo de la manga de su saco —cosa que no pareciera estar preparada para que el espectador descubra por sí mismo—, aquí, elige mostrarnos desde la escena de los zapatos en adelante, como Taticheff prepara sus trucos a espaldas de Alice.
Podemos ver como esconde la caja de zapatos y hasta cómo guarda los mismos debajo de un mantel antes de revelarlos a la joven entusiasmada que de inmediato se los prueba, da unos pasos, pasando luego a quemar los viejos en la estufa a leña.
La alusión al úselo y tírelo, acompañada de este desmantelamiento del artificio, se nos pone en primera plana, pero de manera implícita. Es, por así decirlo, un canto a lo subliminal de los orígenes de la propaganda capitalista. El objeto como hipnótico opera sobre los fascinados impidiendo que éstos vean la artimaña de seducción.
En cambio, hoy en día, las marcas apelan a lo explícito usándose de lo meta. Se ríen de si mismas y de su competencia, dialogan con un público consumidor que da por sentada la mentira, que comprende de estrategias de márquetin, y que necesita que se adapten a su visión para que pueda consumir tranquilamente, sintiéndose respetado.
La relación entre la joven y el ilusionista, en su comienzo, se esboza bajo la mirada de la —aún inocente— fascinada ante la ilusión del capital. Lo mágico para Alice no pareciera ser el acto mágico de aparecer un objeto, sino lo que hace aparecer. Taticheff, poco a poco, se transforma en su proveedor dentro de una estética de los beneficios.
La estética es uno de los temas esenciales que El Ilusionista pone en debate. Como es obvio, la estética apela de por si a una ilusión, un código que homogeniza nuestra realidad, o más bien, nuestra mirada sobre ella alienándola para alcanzar una comprensión compartida de a etapas históricas o sectores sociales. Comprensión que beneficia a las entidades capaces de promulgar las miradas. En tanto, comprensión contra la que las artes, históricamente y también en la contemporaneidad, luchan o sirven.
Teniendo esto en mente, la escena inicial del niño que percibe el truco de magia se reinterpreta. Nosotros, los niños de ciudad, que miramos la película en el cine o en nuestra computadora, sabemos de la existencia del artilugio y no queremos que nos engañen ni que nos subestimen. Ya no caemos por el mago veterano de los cumpleaños, estamos más preocupado por el conejo captivo y presentimos que su jaula se esconde en el baúl, necesitamos que se nos explique también el detrás de escena.
Mauricio Kartun, dramaturgo y director de teatro argentino, puede elucidarnos al respecto con una de sus tantas anécdotas. Un reconocido artista de sombras le habría contado que, en sus espectáculos, en los últimos años, los niños que atendían ya no se sorprendían ante las siluetas que creaba. No solo veían efectos más impresionantes en los medios digitales, sino que sabían que un proyector podía generar un efecto parecido o hasta de mejor calidad. Dándole vueltas al asunto, el artista decide revelar el artificio poniendo en juego su propia silueta detrás de la tela negra. Los niños pasaron a entusiasmarse con que alguien pudiera hacer artesanalmente lo que podía hacer una máquina.
Lo mismo sucede actualmente con casi cualquier guion de cine o libreto de teatro. Los públicos necesitan comprender explícitamente la trama minuto a minuto para no sucumbir ante el déficit atencional, la incomprensión, o el aburrimiento. El típico picadito para que se entienda puede verse en la industria hollywoodense casi completamente basada en fórmulas extraídas de libros de manual como Salva al gato de Blake Snyder. Resulta imprescindible que un guion, para alcanzar su producción —y ni hablar del éxito comercial— contemple una rutina en la que la estructura cuasi aristotélica calce sus escenas con los minutos del rodaje. Secuencia que consigue que el espectador pueda estar seguro de que, por ejemplo, si el protagonista rechaza la aventura, luego la aceptará. Que sepa que los malos triunfan antes de ser derrotados. Que el protagonista pasa su peor momento antes de una revelación que lo lleva a una batalla final donde resulte ganador.
Estamos ante una industria que dialoga consigo misma, que hace alusión a su acierto y a su error, películas que referencia a otras películas, eventos, o personajes. Películas que a avisan constantemente que son películas.
Las propuestas que no cumplen con dichos parámetros serán consideradas de alternativas, absurdas, y con suerte alcanzarán a ser consideradas de culto. E incluso estás, serán obviadas por el groso del público, que, sin tener un gusto particular por las artes, persiga las fórmulas establecidas del entretenimiento, considerando de raras al resto de las propuestas, ni siquiera preste las oportunidades necesarias.
Cuestión que plantea un problema tanto para el arte como para la construcción de la opinión pública. Ya que el artista deberá adaptarse en la búsqueda del éxito, o correr el riesgo de ser incomprendido al buscar la ruptura.
Esto es visible dentro del cuerpo de la película en su diálogo con sus espectadores y no así con sus personajes que parecieran estar ante un primer momento del cambio de disyuntiva, algo desorientados.
Si revisamos la obra del director, Chobum realiza en 2015 el videoclip animado de la canción Carmen de la banda ruandés-belga Stromae. Aquí expresa su visión sobre los medios de comunicación haciendo una dura crítica a Twitter ilustrando a un pájaro celeste que canta en los oídos de la gente en un ciclo interminable que va a parar a un pozo del que los pájaros asimismo nacen.
En el caso de El Ilusionista, el foco no está situado expresamente en la opinión pública sino más bien en cómo la propaganda y el mercado sientan las bases de la estética y la moda delimitando un status quo que construye a través de la imagen expuesta en lugares de visibilización pudientes instalados en la sociedad a través del capital.
Alice, ilusionada con sus zapatos nuevos, persigue a Taticheff cuando este sigue su búsqueda más allá del pueblo y decide partir a la capital de Escocia. En Edimburgo Alice se encuentra con una estética impensada en comparación con su vida pueblerina, mostrándose fascinada ante zapatos y vestidos que se exponen en los maniquíes de las vitrinas citadinas. Chobum nos la muestra —no solo admirada por la moda— sino que sintiéndose desencajada en relación a otras muchachas de su edad que asimismo la perciben como diferente o rara.
En este choque estético vemos a Alice pegada a los televisores en venta al lado de un viejo teatro donde Taticheff pega su afiche que ya no pareciera interesarle tanto. El mago sigue enfrentándose, de manera correlativa, al desinterés de un público que lo aplaude solo cuando presionan el dueño de la sala y su representante cual reidores. Mientras que la joven, que no lo va a ver ni una sola vez, utiliza su tiempo para reconocerse en una ciudad que le ofrece sueños en formato marquesina.
La escena nos transporta a una nueva residencia, un hotel de mala muerte que hospeda —hasta donde sabemos— únicamente a un cúmulo de artistas escénicos en condiciones parecidas a las de Taticheff. El hotelucho, nos demuestra en su metáfora, no solo ser lo que literalmente puede asumirse de un hotel barato bien parecido a una pensión, vemos aquí la reminiscencia del oficio de las artes vivas de manera icónica, en formato de cliché para que quede claro. Por supuesto tenemos a nuestro mago, y a él se suman los acróbatas, el ventrílocuo, el payaso, o hasta los enanos que atienden el mostrador. El hotel representa el albergue donde, sumidos en la crudeza de lo cotidiano, mueren el circo, la representación, y la magia, quizá, cierto canal de la fantasía fuera de la pantalla.
Estos personajes, con tinturas de fantasía, se nos presentan por las vías de los ojos de una Alice que todavía puede impresionarse ante los artilugios, pero que los irá normalizando. La veremos recaer en la estética de las costumbres que la posiciona cada vez más como algo semejante a una señorita. Siguiendo además los cánones de belleza, irá exigiendo a su figura paterna zapatos, sacos, vestidos. Y Taticheff, decidido a ilusionarla, simulando una vida algo hogareña con un conejo que cada vez se parece más a una mascota, durmiendo en un sillón, atravesando una complicada situación económica, usará lo poco que recibe en remuneración por su espectáculo para comprarle sus deseos que hará aparecer en nuevos actos de magia, quizá, cada vez más evidentes siendo que Alice perderá su inocencia.
La pieza juega con la idea de la perdida de la inocencia como punto determinante siguiendo algunas metáforas que desarrolla en sus escenas de manera palmaria llegando al lenguaje crudo.
Este concepto tiene su punto de partida cuando Alice, quien recordemos, nunca es vista como interesada en el espectáculo del mago, decide colarse en los camarines encontrando como resultado la última pieza de indumentaria que recibirá por parte de Taticheff, unos zapatitos de taco alto, blancos.
En esta escena, aunque como ya fue dicho, en el ilusionista nada es verbalmente explicado, entendemos que Alice deja de creer en la magia. Adentrándose en los camarines —como símbolo del detrás de escena— descubre la revelación del artilugio. La encontramos, en principio, ilusionada cuando, insatisfecha con su apariencia al mirarse al espejo, retrocede para chocarse con un dispositivo de resortes que hace saltar un ramo de flores. La vemos, ahora, interactuando con los artilugios para ver una cara diferente de la sorpresa, el susto. La magia no era real. Un susto que se evapora de inmediato al distinguir entre la utilería la caja que contiene —otro artilugio— los zapatos de taco que quería.
Se los prueba sin dejar de mirarse de reojo al espejo. Camina ridícula. Y deja atrás el camarín para encontrarse con un cuerpo de bailarinas, esveltas, altas, que no solo usan los tacos altos con naturalidad, sino que los embisten. Chobum, nos muestra como desfilan, idénticas en apariencia una atrás de la próxima, y como Alice, las toma de rol model, de punto de referencia. Fomentada por la insatisfacción de no cumplir con los estándares, entrenará su caminata en las puertas del teatro, desfilará hasta ser una más de ellas.
Dado el puntapié y la desilusión de Alice, la película nos prepara para una puesta a punto en torno a la pérdida de su inocencia que se aglutinará a la pérdida de la esperanza de Taticheff en una agrupación de secuencias que uno podría comprender como el clímax de la obra.
Aunque se entreveran o se relacionan, para distinguirlas con mayor facilidad, las presentaré por separado para esclarecer cada una de éstas y sus pormenores.
En primera instancia seguíamos la relación —cada vez más distante— y conveniente entre el mago y la joven. Situándonos a los personajes protagónicos en un modelo de padre-hija, Alice es declarada de pedigüeña. La mayoría de las escenas que veremos sobre la mitad de la obra nos enseñan paseos por la capital escocesa donde ella le señalará la indumentaria que marca tendencia en las vidrieras, y, asimismo, veremos cómo Taticheff saca cuentas para conseguirlas. Veremos como el ilusionista maniobra entre la tentación de complacerla y la subsistencia financiera, poniendo en conflicto la posibilidad de comprar alimentos.
La cinta corresponde la penuria económica del mago con el alimento. Podemos encontrarnos con esto en un principio cuando Alice señala un restaurante inaccesible para las posibilidades de Taticheff en cuya puerta es confundido con un recepcionista por una pareja de acomodados que terminan consiguiendo que les abra las puertas del local. Siguiente escena: terminan comiendo papas fritas en la calle.
Como suele sucederse en lo escenográfico, para que un remate tenga lugar, es necesaria la repetición. Antes de analizar una segunda ocasión donde se trabaja entre la esperanza y el alimento, intentando replicar el enredo situacional que la El Ilusionista nos propone, paso a describir la segunda de estas instancias conceptuales que llevan al clímax, la situación laboral de Taticheff.
A lo que Alice explora la ciudad persiguiendo la estética que le corresponde a su rango etario, la película se fuerza en mostrarnos las desventuras laborales del mago. Así, damos con que, en uno de sus paseos por la ciudad, Taticheff la aparta, es decir, la deja sola, marcándole expresamente el camino fuera de su cuidado semántico, para tomar un afiche en el que se ofrece un empleo. Cuando antes lo habíamos visto en varias oportunidades pegando los afiches de su propio espectáculo, siempre ante los ojos de Alice, esta vez, lo despega, a escondidas.
Es así, el fracaso sobre el escenario empuja a nuestro protagonista hasta un lavadero de autos en el que dura no más que una noche. Ahí, podemos apreciar otra arista del concepto general de la película. El artista obrando por fuera de su rubro, que, no solo es explotado, sino que subestimado por su empleador.
Taticheff, representando al artista ante el empleo convencional fuera del arte, desprovisto de los conocimientos específicos del taller, aparentemente torpe, ante un problema básico —que se genera a sí mismo a falta de la capacitación que nunca ofrecen los empleos que buscan mano de obra no calificada— resuelve el problema de una manera atípica que su empleador verá como motivo de despido.
Siendo gráficos, a la hora de lavar un auto lujoso, ante la exagerada cantidad de mangueras, desconociendo los líquidos eyectados por las mismas, termina engrasando el automóvil cuando intentaba echarle agua. Llueve y a Taticheff, sin saber cual es la manguera que expedita el liquido que afuera cae, saca a la calle el vehículo y deja que se lave por su cuenta. Solución creativa.
Lo despiden. Pero incluso habiendo sido desempleado, el dueño del automóvil se muestra satisfecho ofreciendo a otro de los empleados una cantidad de propina que impresiona al dueño llevándolo a pensar que, entonces, la paga, debió de ser igual de exagerada. Lo vemos revisando el uniforme y extrayendo un fajo de billetes que Taticheff no recibirá.
Una escena como esta nos enfrenta a un sentimiento común del artista frente a los protocolos que los agentes del capitalismo repiten faltos de cuestionamiento. La burocracia de procedimientos que puede embarrar o —en este caso— manchar un trabajo demasiado sencillo, son material de castigo para el trabajador que, aunque cumpla con el objetivo de su labor, no consiga el mismo por sus métodos tradicionales. Las empresas, proveen del sentimiento de seriedad y trascendencia sobre las cuestiones más triviales a sus trabajadores, que, en dependencia monetaria, deberán inmiscuirse en la convención.
El arte, como cosa en sí, tiende a la búsqueda de la interpretación adyacente, mira por sobre la sociedad implicándose en tanto comedias como tragedias, en parodias, en pantomimas. No es un caso aparte el hecho del artista excluido, incomprendido, sufrido por la sociedad y el tradicionalismo laboral. No es —hoy por hoy— un caso puntual el del artista empobrecido que cuestiona su empleo mal remunerado lejos de agradecer la posibilidad de un medio para pagar vivienda, impuestos, o expensas, que señala desde su arte la injusticia que percibe del mundo, que sueña con cambiarlo.
En tanto, y volviendo al alimento, tenemos a Taticheff contando las monedas para comprar menos de lo que había pedido, tres embutidos cortados a tijera.
De vuelta al hotel nos encontramos con Alice preparando un estofado. El ventrílocuo, —como espectadores sabemos— le había conseguido los ingredientes dándole además un recetario. Taticheff, en esta escena, es expresado en su máxima carencia. Fracasando tanto en lo que detesta como en lo que añora. Aun así, no llega a la casa intencionado a ofrecerle a la joven vestidos ni zapatos de última moda, notamos cómo, intuyendo su conocimiento por la realidad detrás de las mismas, pretendía hacer aparecer por arte de magia, esta vez, los embutidos, el alimento. No lo consigue, la descubre concentrada en la preparación de algo que él no surtió, y confundido, obedece la indicación de la joven procediendo a sentarse a la espera en la mesa.
Volvamos a alejarnos de esta cena para alcanzar la tercera de las situaciones en torno a la pérdida de la inocencia que llevarán al film a mostrarnos cómo Taticheff se halla desesperanzado.
Habíamos mencionado al ventrílocuo, pero no pudimos implicarlo demasiado como tampoco al payaso. Mientras que el primero se nos apunta como un ser relativamente feliz que consigue hacer reír a Alice, iremos entendiendo más y más que Tati y Chobum se usan de él para expresarnos como esta alegría yace no más que en su marioneta de madera. Por sí mismo, tenemos a un hombre triste que encuentra en su arte la única compañía. Y yendo al payaso que vemos por primera vez llevando al mago al hotel, nos encontramos con algo parecido. Primero desesperanzado, después vapuleado por los niños en la calle, más tarde ebrio, escuchando música de circo, tomando carrera para suicidarse.
La imagen del payaso y su cuerda tensa debe ser de las más impactantes del largometraje. Quiero decir, si bien la película se le insinúa a uno en esta materia, el carácter fantasioso con que todo se le presenta, aunque sostenga tintes nostálgicos o melancólicos, llega a engañarlo.
El ilusionista es experta en esta clase de apariencias. De a momentos, intermitentemente, juega con estas situaciones de desidia presentándolas con suma cotidianidad, de manera exclusiva y esporádica, breve. Construye en la retina de su espectador una serie de movimientos que llevan a la revelación absoluta, como un truco de magia. Los movimientos pasan por sobre el ojo del público agazapados, uno mira encantado por la naturaleza del gesto, por la eficiencia cromática, por la tranquilidad con que se lleva adelante el acto, y de repente, se sorprende.
Por suerte, piensa uno, el intento de suicidio del payaso se ve interrumpido por el plato de comida que ofrece Alice. Con el mago sentado en la mesa, sirve un segundo plato para el ventrílocuo. Lo vemos a éste comiendo en su mesita en una especie de cita triste con su muñeco de madera. Abajo, Taticheff, a raíz de que el viento abre la ventana de la cocina, levantándose a cerrarla descubre en el recetario la palabra rabbit creyéndose que Alice hirvió a su conejo en la olla. Majestuoso.
Este modelo narrativo es sumamente significante. En oposición a la sobre explicación de la película contemporánea, aunque pueda ser sumamente explicito, me consta que existen los espectadores que no se percatan, por ejemplo, de que el viento mueve las páginas del recetario. Ni que Taticheff más temprano había aprendido la palabra rabbit cuando observan a los comensales del restaurante lujoso desde afuera. Incluso entiendo que existen los espectadores que no alcanzan a enterarse de que esta parte de la película toma lugar en escocia. Ya que uno se entera por las vías de un cartel.
El hecho de que Chobum decida respetar el foco de Tati —que puede verse por cualquier parte de su obra— donde elige no explicitar los elementos de la trama que excedan al gesto o al sonido, dejando a disposición del público la posibilidad de entender sobre el sentido de las figuraciones contextuales explicadas por medio de la cartelería o del subtexto, me parece fundamental para una pieza que relata el paradigma del arte ante el exceso de artificio, el storytelling publicitario, y la posverdad.
Es posible que un espectador vea a Taticheff inquieto y, que sin haber leído el libro o apreciado el gesto, no lo entienda preocupado por su conejo. Así como es posible que vos, lector, no recuerdes su mención en tres oportunidades más temprano en este texto. Al menos en la película, Chobum y Tati, juegan con esto, a esto puede referirse uno al decir —desde el plano técnico— que El Ilusionista lleva su título bien calzado.
Aprovechando la situación, reitero, Chobum cocina y condimenta las circunstancias con la sutileza del mago, y a la vez, las revela para ese niño de ciudad que señalaría la manga o que se quejaría por la incoherencia de una acción que no revela su entramado.
Esto, por las vías de los efectos persuasivos, sentimentales, o de lo que apele al ester egg, hoy día, llenan cualquier película taquillera con agujeros de guion que nadie necesitará explicar pero que consumirá millones de reproducciones en YouTube donde la aparición de los tres Spidermans sean sobre analizados. Estamos ante una era donde rige la necesidad por la comprensión, y de esto El Ilusionista se aprovecha.
Aun así, uno que sabe que el conejo no debería estar en la olla, llega a preocuparse poniéndose en los zapatos de Taticheff. Podemos verlo en sus momentos culmines, no solo atiende al fracaso y no consigue un empleo gratificante, sino que, podemos entender, el mago es consciente de que Alice comprende que no es un mago verdadero luego de haber descubierto la caja de zapatos en su camarín.
Esto, por otro lado, nos porfía en la esperanza correlativa que intercalan nuestros protagónicos. Si bien a estas alturas ella ya había vestido los zapatitos, prefiere no vestirlos, quizá, con la intención de no desilusionar al mago, aunque, sin darle ya la posibilidad de ilusionarla.
La música del circo suena en la cocina dándole la idea a Alice de ofrecer un plato de estofado al payaso, ebrio hasta la médula, a punto de suicidarse en el piso de arriba. Presenciamos una vez más a Taticheff en la búsqueda del conejo. Que Alice lo usara como alimento, supondría, claro está, la pérdida radical de la esperanza de ella en su magia, y en tanto en su arte.
Pero no es así. El conejo sale desde abajo del sillón prendido a los embutidos a lo que vemos como el payaso, ya interrumpido, engulle desesperadamente el plato de estofado. Nuestro mago demuestra cierto alivio, pero se comprende que algo varió.
En las escenas consiguientes, próximas al epílogo conceptual o un tercer acto bastante breve, tendremos las escenas del más allá de ese circo supuesto a morir en condición de prestado, en el hotel.
El ventrílocuo desaparece. Alice, se encuentra con un señor de traje ingresando al que había sido su cuarto en compañía de una prostituta. Vemos su marioneta ofrecida de manera gratuita en una vitrina. Lo vemos más tarde borracho en un bar. Después, pidiendo monedas en la calle. El payaso, sin más explicaciones, sigue con su vida. Se despiden uno a uno los acróbatas dándole a Taticheff una tarjeta al final de la escalera del hotel por la que también desciende Alice completamente rediseñada, vestida idéntica a un maniquí de vitrina. Enfatizada.
Así empieza el cierre. Otro despido para Taticheff que vuelve a ser reemplazado, ahora en Escocia, por las mismas bandas que supieron desplazarle de Londres y fueron avanzando.
La película nunca nos había hablado de esos tres acróbatas un tanto excéntricos que demostraban estar de buenos ánimos. Un nueva posibilidad de empleo lo lleva a Taticheff a marcar tarjeta en alguna empresa dedicada a la venta de productos relacionados con la moda. Los acróbatas, dispuestos a pintar enormes afiches, nos introducen ante la problemática que fue planteada en la primera parte de esta reseña: la utilización del artista por parte de la empresas.
A diferencia de lo que vimos en el lavadero, en este caso, los agentes del poder encuentran en los artistas capacidades que logran facilitar las tareas necesarias para la propaganda. En el caso de los acróbatas, la ejemplificación se exagera al punto de que son ellos los supuestos a pintar los murales correspondientes. En tanto Taticheff, les alcanza los materiales.
Aunque fuera innecesario, el mago, hace uso de sus capacidades ilusorias para divertirse o divertir a sus compañeros de trabajo. Aparece los rodillos de maneras simpáticas, cambia el color de la pintura, y esto es visto por la supervisión que mandará a llamar a su agente.
La película nos engaña nuevamente, nos presenta esta nueva laboral como algo positivo para un Taticheff que parece conformarse repentinamente ante el protocolo horario —aunque le cuesta—, sumiéndose en un carril de propuestas que combinan su uso de la magia con la presentación de productos frente a público.
Algo interesante a destacar es que, el mismo niño que al principio señalaba su truco con aburrimiento, ahora se demuestra entusiasmado. Y es que aquí sienta el círculo de la obra, es imposible no relacionar la revelación de los primeros suecos de Alice con la escena del mago —ahora detrás del escaparate— demostrando perfumes y corpiños. De hecho, a modo de reforzar la relación, el guion consigue que Alice se encuentre con la exposición de la que Taticheff forma parte, intentándose adentrar en el escaparate para obtener uno de sus productos patrocinados.
Por segunda vez, Taticheff hace a un lado a Alice, ofreciéndole, nuevamente una moneda, explicando —esta vez— que no puede hacer más que eso, volviendo a resignificar el acto. El mago se mete al auto donde su representante lo llevará a un desfile de la explotación en el que terminará ebrio en una presentación de cócteles que nos regala la reflectáfora donde aquel bar del pueblo escocés asume el punto contrario. En este caso, no es su espectáculo lo que asombra al público, sino el producto que patrocina.
Alice, como vimos a lo largo del largometraje, a través de revestimiento graficado en la indumentaria, sufrió un cambio radical desde su punto de partida en el pueblo. Ya algo distanciada de Taticheff, se enamora de un citadino que se ve atraído, quizá sí, quizá no, por su nuevo atuendo de vitrina. Pasean por las calles de Edimburgo y son vistos por el mago, que se esconde, detrás del perchero de los vestuarios, retrocediendo por accidente a los interiores de un teatro en el que ya no trabaja.
Taticheff rechaza los trabajos como patrocinador de productos. Pierde del todo la esperanza. Alice creció. Y no pienso que esto tenga que ver con que ella encuentre una pareja, sino más bien, con que haya descubierto la precedencia de sus zapatos. El mago pierde la esperanza sobre el ilusionar. La vio crecer, la vio cambiar, y ahora la ve ilusionada dentro de una nueva estética. El amor romántico.
En las montañas, el mago, libera a su conejo, al conejo que al principio lo detestaba y después durmió en su misma cama, naturalizado, fuera de cualquier magia, como mascota. Lo vemos saltando entre todos los de su misma especie, libres a lo que el mago se va a continuar con quién sabrá qué.
Llueve sobre Edimburgo y Alice y su amante se refugian bajo un tapado. Al llegar al hotel, Alice descubre una carta junto a un fajo de billetes: «la magia no existe».
Hablar de esta película llena de melancolía, de tristeza, arroja al sentimiento de esperanza. El arte, ya en las épocas de Tati, y desde siempre, peligra y se adapta, lucha ante las estéticas y sigue su camino. Observando. Criticando. Viéndose corrido. Pero modificando y modificando otra vez.
Un cuento que nunca iba a ser estrenado por su autor reaparece en animación y el artista ni se entera. El arte reverbera, por los períodos, pero el arte es vivo, es reacción ante épocas y períodos, sigue siendo la risa del niño en la vitrina o el niño señalando la manga en el escenario.
La reacción a lo que se performa nos habla de esas épocas, de esos períodos, nos enfrenta ante lo humano sujeto a las estéticas que lo rigen, a las cualidades de la magia que nos ilusiona. Y si esta, se sigue entendiendo como una tecnología demasiado avanzada, creo que al fondo nos habla del humano en sí en un momento donde los sueños, la conciencia, y las emociones, todavía nos representan un misterio que solo emulamos en el arte.
Hace muchos años un alemanito pudo abstraerse de su condición de burgués y entender que la desigualdad de clases, se debía al acaparamiento de los medios de producción por parte de un grupo reducido de personas como él.
Mientras su ama de llaves le limpiaba las medias y los calzoncillos, tuvo suficiente tiempo para escribir varias obras. Cincuenta años después, una multitud de loquitos se subían al tren transiberiano con esas obras debajo del brazo y se bajaban en la estación ‘cortarle la cabeza al Zar Nicolás’. Esos mismos loquitos convirtieron el imperio que obtuvieron, en otro imperio más grande todavía, que era igual al anterior pero con una economía pública mucho más gorda, y entre sus arcas, había lugar de sobra para financiar al Teatro Nacional de Moscú (traducción del autor). Cuna de un elenco estable en donde sus artistas nunca se tuvieron que preocupar demasiado por tener con qué llegar a fin de mes, pagar alquiler, comprar fiambre o ropitas nuevas, o tener una sala bien dónde estrenar sus obras de teatro.
De esa política pública salieron varios cracks como Gorki, Stanislavski o Chejov, y hoy, muchos años después de la revolución de los loquitos contra el Zar Nicolás, y debido a causas tan diversas como los talibanes, la debilidad de los sistemas de partidos únicos, la hipocresía o la estupidez, ese mundo se cayó y en las escuelas de teatro, los seguimos leyendo porque son buenísimos y seguimos teniendo mucho para aprender de ellos.
Tantos años pasaron y quienes producimos arte, seguimos apuntando directamente a fondos (políticas públicas, festivales, premios, concursos) cuando queremos hacer algo de calidad, a lo que poder dedicarle nuestro tiempo a pleno sin distracciones materiales inmediatas. Quienes pueden (y me alegro por elles) escapar a estas preocupaciones, en su mayoría se apoyan sobre aquella acumulación inicial de la clase arrolladora, que saqueó las minas del Potosí, y las tierras indígenas, y al día de hoy sigue quemando a diario miles de hectáreas de selva para producir riqueza.
En simultáneo, quienes tenemos un tiempo que resulta demasiado corto, nos cuesta mucho ensayar algo apasionadamente durante varios meses, sin caer en la tentación del fetiche de la mercancía. De querer convertir nuestra producción en un producto consumible por el medio, para transformar ese consumo en validación multirubro (fotos, redes, comentarios, renglones en currículums, codeos en bares con colegas, aprobación familiar). Quien esté libre de fetichizar sus creaciones como mercancías que tire la primera piedra.
Tantos años después y los viejos problemas siguen siendo los mismos, no contamos con tiempo, ni recursos, ni la propiedad de los medios de producción para producir el teatro o lo que sea que queramos. Las discusiones alrededor de esto son muchas y ojalá fueran muchas más.
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Hace unos días, en medio de una jornada laboral, me tuve que parar sobre el piso de la sala de ensayo, y pude percibir la conexión profunda que tenían mis pies con el todo. Pude sentir la madera y debajo el hormigón, compuesto por un complejo entramado de minerales traídos de todas partes del territorio nacional, la tierra debajo vibrante por las lombrices y todos esos animales increíblemente fascinantes, que jamás vamos a conocer en detalle por ser más pequeños que un grano de arena, y debajo huesos, rocas, metales, agua, oscuridad, petróleo, fuego, peligro, secretos, y a mil capas de distancia de mis pies, una cueva de cristal celeste y brillante. Me gusta pensar que todas las personas que nos volvemos adictas a crear (otra gente habla de pasiones, necesidades) es porque en algún momento estuvimos en esa cueva, en un punto sagrado de creación que nos cambió la vida, y no hacemos sino querer volver a cada paso que damos. Un viejo lugar conocido que contiene la energía de todo lo que es posible.
Para cada persona ese momento debe de ser distinto. En mi caso no me acuerdo cuál fue el primero, en parte porque estoy seguro de que fueron muchos. Se pueden hablar horas de los problemas materiales de la creación, pero quienes estuvimos alguna vez en la cueva sabemos que lo central no corre por esa vía. Hay algo mucho más profundo, que tiene que ver con habitar ciertos lugares de la conciencia (Descartes y otres que vinieron después hablaron del ‘conócete a tí mismo’) tan profundo como sea posible.
Recorrer ese camino implica tener abiertas las puertas de la percepción, y asociar libremente una enorme cantidad de sucesos de la vida propia y del diálogo con las vidas ajenas hasta sintetizar a gusto. El más creativo es el que copia mejor.
En mi caso en particular, crear significa acercarme lo más posible a les creadores que me cautivan ya sea con su arte, pensamiento, magnetismo escénico o lo que sea. Por cada obra que escribo, leo unas veinte y miro unas veinte más, y para eso a veces hay que hacer lugar en donde no lo hay. Leer en el laburo o directamente no ir. Dice el Indio que ‘solamente quienes toman sosegadamente aquello por lo cual se atarea la gente de mundo, pueden atarearse por aquello que la gente de mundo toma sosegadamente’. Tiene razón.
Lucrecia Martel, por su parte, nunca pierde ocasión para decir en sus entrevistas que no cree en la palabra artista, que es un artificio inventado para justificar el mecenazgo de ciertos creadores por sobre otros, y que cualquier persona de este mundo es capaz de hacer arte. Tiene razón. Dijo alguna vez Séneca que 'no es porque las cosas sean difíciles que no nos atrevemos a cometerlas, sino porque no nos atrevemos a cometerlas que se vuelven difíciles'. En el entrevero de mi eclecticismo Séneca escuchaba las entrevistas de Lucrecia, y también tenía razón.
Lo único importante parecería ser a cada paso ir abriendo las puertas de la percepción, con la posibilidad de dejarlas abiertas para poder volver cuando queramos a aquellos lugares en donde encontramos algo. No es necesario tomar LSD cada vez que quiero lograr una conciencia del todo o del sentido de la vida. No es necesario fumar porro para imaginar más allá de nuestros propios límites, ni tomar alcohol para desinhibirnos y conectar con nuestras emociones, ni tomar cocaína para sabernos con la fuerza de lograr cualquier cosa, o ir a una reunión scout para tener presente que hay que dejar siempre el mundo mejor que como lo encontramos. Alcanza con abrir cada puerta una vez y dejar un mojón plantado para que no se cierre.
Tantos años después, y los viejos problemas siguen siendo los mismos, nos perdemos de conectar con lo más profundo del espíritu, por la estupidez bombardeante de este mundo trágico y sufrido, que no hace sino llevar las discusiones siempre para el lado de la materia anulando el resto de la existencia. Tantos años después, y los viejos problemas de idea contra materia siguen siendo el centro de todo.
Me gusta el arroz, me gusta el puchero,
me gusta el amarillo, el rojo, el verde y el negro;
me gusta la calle y algunas otras cosas,
pero lo que más me gusta
son las cosas que no se tocan.
En primer lugar, puedo hablar de un aspecto muy específico de la creación, que es la creación en teatro. Y una vez copiada esa frase, ya estoy buscando qué más copiar ante el primer problema, ante el primer vacío. Y la copio así, sin comillas, como si yo lo hubiera pensado, o como si por pensarlo yo también, ya tuviera derecho a decirlo.
Además, ahora que sabemos que es copiada, no es menos cierta.
Lo que quise decir en todo ese comienzo es que la copia es la única solución que le encuentro a los problemas de la creación en mi cotidianeidad. Y cuando digo, los problemas de la creación, no es una metáfora, es que la creación trae problemas. En mi caso, crear es (directamente): reconocer un problema o una serie de problemas, y a partir de un marco teórico copiado, plantear una hipótesis poética que va a ser puesta a prueba en un experimento. Este experimento es el teatro, que pone en juego la materialidad del problema, en conflicto, con la materialidad de la hipotética solución. A la comprobación o no de esa hipótesis es a lo que asiste el público en la obra. Pero la obra no es el fin en sí mismo. El fin en sí mismo, es el teatro.
Sumado a esto, el teatro está en (tan evidente que no hace falta explicación) contacto con los múltiples sistemas que lo rodean: la sociedad, sus normas, sus costumbres; la política, sus ideologías, sus burocracias; el capital, sus aberraciones, sus injusticias; El teatro mismo, su nicho, su competencia; esétera.
Podemos distinguir, muy a grandes rasgos, cuatro tipos de teatro: el carnaval, el teatro comercial, el teatro estatal y el teatro independiente. Por supuesto obviando el sin fin de matices. No es mi tarea ahora desmenuzar a fondo cada una de estas categorías, pero me sirve para aclarar que yo hablaré de los problemas que encuentro en el llamado, teatro independiente porque es el que practico usualmente.
Si la sociedad fuera una casa, el teatro sería una pequeña ventana con orientación sur por la que entra más frío que luz y que prácticamente no está al alcance de la vista. Si el estado fuera una casa, el teatro sería una pared de yeso que usas para dividir un ambiente pero que ni siquiera toca el techo, casi un mobiliario que molesta más de lo que conforta. Si el capital fuera la casa, somos el bidet. Y en nuestra propia casa nos comportamos como inquilinos en quiebra que tenemos miedo de cruzarnos al dueño porque le debemos ya varias mensualidades. Bajo esta estructura, lidiamos con todos los que nos agarran de pinta. Para la opinión pública somos inútiles y vagos que no quieren trabajar. Para los sucesivos gobiernos, somos un gasto y de los caros. Para los empresarios, no somos negocio o nos usan para lavar guita. Y en nuestro ambiente nos llenamos de intermediarios, que no favorecen nuestra llegada al público, y además nos ponen condiciones.
Voy a mencionar sueltos, algunos de estos problemas, que no voy a desarrollar porque llevaría demasiado tiempo, pero que son constantes en las conversaciones de grupalidades con las que trabajo y de otras que andan por la vuelta: El poco, casi ínfimo presupuesto destinado a las artes en este país por parte del estado. Las temporadas cortísimas y cada vez más cortas, además de la moda de hacer todas las funciones de corrido, que proponen (imponen) las salas, el mercado o vaya a saber quién. Los fijos mínimos carísimos e innegociables que plantean los contratos. Los intermediarios en ventas (del estilo RedTicket o Tickantel) que estás obligado a usar en determinadas salas y los porcentajes infames que se llevan. El poco espacio de difusión que hay para las artes escénicas en los medios tradicionales. La falta de un corpus crítico serio, amplio y bien formado. La discrecionalidad, el amiguismo y la inoperancia en los criterios de selección. La poca rotación de los lugares legitimados para seleccionar. La crisis de las escuelas en la formación de actores y actrices, en su preparación para trabajar/crear. Y un largo esétera.
Sin embargo, el teatro independiente (que se entienda que sigo generalizando) tiene como una más de sus tareas, revisar a conciencia los problemas específicos de la actividad teatral, de la creación, de la estética y su relación con la verdad (entre muchas comillas). Y encuentra gran parte de su lugar en este ejercicio filosófico. Como si quisiera buscar qué hay detrás (o mejor dicho, adentro) de lo específico teatral, independientemente del roce con los problemas externos anteriormente mencionados.
El teatro (frío y decadente) que hacemos en Montevideo, en su expresión máxima de especificidad, tiene su propia estructura de problemas. Esta estructura no es completamente cerrada y hermética, ya que puede incluir (los incluye a menudo) todos los problemas de las relaciones humanas, de la vida social, de la sociedad de masas y de la dinámica puebleril de la ciudad. Esta estructura (como conjunto de problemas) sería: el medio teatral. La postura que tomo frente al análisis del conjunto de estos problemas, es la hipótesis en la que me baso para justificar el discurso de una obra: toda obra, entonces, es en sí una respuesta al medio.
En mi corta experiencia como creador (barra) teatrista, casi siempre he caído en las mismas hipótesis frente al medio: falta libertad y entretenimiento; sobra prolijidad; no se puede acceder a sentimientos nobles si se busca lo útil o efectivo; la historia o el argumento no es el centro de la especificidad teatral, sino la actuación; lo material tiene jerarquía sobre lo ideal.
En conclusión: no se deja de ser un prestatario, la vida es teatral y la literatura una cita.