Como expresaré a lo largo del texto, todavía, en medio del posmodernismo frenético, considero que será mejor atender al acto en sí, ilusionarse momento a momento en la epifanía de las revelaciones, que ver el entramado. Aun así, como también dejaré por ostentado, comprendo que nuestra contemporaneidad necesita de las explicaciones pertinentes para prestar su atención al espíritu resultante de un artificio.
Es fácil asegurar que pocas personas conocen esta película animada de pocas palabras, pero con un guion de acciones bastante peculiar en lo detallista, y ahí, es que empieza el punto.
El ilusionista, historia escrita por el famosísimo humorista físico y director de cine francés Jackes Tati, estrenada a cincuenta y tres años de su muerte en 2010, parecería correr y no correr con la suerte del reconocimiento en simultáneo.
Por un lado, el guion se había perdido. Se dice que Tati lo envió en epístola a su hija con algo de culpa por ser lo semejante a lo que hoy decimos de ‘padre ausente’. Tati pasaba largos períodos distanciado de ella por su trabajo viéndola crecer de a estirones. Asimismo, una segunda suposición asegura que lo habría escrito para su hija mayor no reconocida.
Hubo, en su momento, intenciones de producirlo en formato de live action. Sophie Taticheff, la hija menor, ya había sido su asistente de dirección en Play Time, editando además Trafic y Parade. El cómico pensaba llevarlo adelante junto a ella, pero sufrió un accidente en la muñeca que le impidió realizar los trucos de magia que debía hacer su personaje.
El texto fue a parar al Centro Nacional de Cinematografía de Francia titulado como Tati Film nº 4, y Sophie —preocupada por promulgar la obra de su padre— habría sido quien lo recupera del archivo adoptándolo como parte del catálogo de la Fundación Tati dedicada a honrar la memoria de su padre, restaurando sus películas, y por supuesto, intencionada a cobrar regalías por los derechos de su obra.
Cuando Sylvain Chomet —director de El ilusionista— demuestra interés en utilizar un pequeño fragmento de una película de Tati dentro de su última animación, Sophie —que no quería que ningún intérprete de carne y hueso reviviera a su padre— autoriza el uso del recorte y comenta sobre la existencia del guion inédito en cuestión, sugiriendo que el estilo de animación de Chomet podría ser el indicado para llevar adelante el proyecto.
Chomet es músico, dibujante de cómics, y animador hasta entonces conocido por su largometraje animado The Triplets of Belleville, nominada al Oscar ocho años antes de esta segunda dirección de largometraje cinematográfico animado.
Chomet consigue abrir su propio estudio (Django Films) luego de sortear un par de conflictos habiendo sido acusado de plagio por su socio más cercano y teniendo grandes dificultades para llevar adelante sus proyectos. Así y todo, el El Ilusionista obtuvo una buena recepción por parte de la crítica, se paseó por todos los festivales, obtuvo doce nominaciones, siendo también nominada al Oscar donde perdió contra Toy Story 3.
¿Por qué hacer énfasis en los Oscar o hablar de crítica dentro de una reseña?
¿Por qué mencionar Toy Story 3?
El ilusionista nos presenta un mundo desesperanzador en los zapatos de Taticheff, un mago veterano enfrentándose al desinterés del público por sus espectáculos en Londres a raíz de las nuevas formas de entretenimiento. Haciendo referencia a la música pop de bandas como The Beatles o lel arranque de la televisión como fenómeno, vemos al protagonista perdiendo su trabajo en un teatro de gran aforo, partiendo a la aventura en la búsqueda de nuevos escenarios junto a un conejo que aparentaría detestarlo.
Situándonos en medio de un cambio de paradigma —aún vigente—, vemos como, casi que escapando de la oleada tecnológica o hasta de la modernidad, Taticheff tiene que sumergirse hasta a un pequeño pueblo de Escocia donde recién está llegando la luz eléctrica. Es ahí que consigue algo parecido a un escenario, o más bien, a un público.
El arte de Taticheff, desplazado por un presente tecnológico e industrial que se aproxima, necesita emigrar hacia el interior, hacia un ‘pasado’ donde todavía su arte pueda causar sorpresa y ser celebrado.
A priori se lo celebra. Actúa para un bar colmado que viene de aplaudir —como si fuera otro número dedicado al entretenimiento de los comensales— la demostración que hace una empleada subiendo y bajando una llave de luz recientemente instalada, prendiendo y apagando una lamparita.
La película no pierde tiempo en eso. Huye pero a dónde llega también las nuevas tecnología están llegando y representan una competencia, una amenaza que será la gran antagonista en sus más variados formatos a lo largo de la narrativa.
Un público así de inocente, poco acostumbrado a los artilugios modernos, nos habla de cómo el simple encendido de una bombilla eléctrica pudo ser, en su momento, algo semejante a la magia. Algo que puede recordar a la frase del escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke: “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Cuestión que logra mantener la vigencia del cortometraje, no solo trece años atrás, sino hasta ahora cuando los avances tecnológicos, los últimos lanzamientos siguen aterrando a los artistas enfrentándoles a la idea de ser reemplazados.
El cine supo repensar el teatro, lo que la tableta al libro, y el arte digital a la pintura, así como las inteligencias artificiales, los modelos de lenguaje, los metaversos y los videojuegos profundizan en el cuestionamiento, nos avisan que la historia de nuestras artes es larga, sí, pero a la vez demasiado breve, manteniéndose además en constante evolución.
En el caso que se nos presenta, la tecnología avanzaba, avanzaba rápido, y llegaba finalmente a los lugares recónditos de la periferia citadina. Sobre todo, de la mano de las tendencias comerciales. Vemos cómo el público remplaza, por ejemplo, la tradición del baile popular y del canto por la música de una rocola. Poniendo en jaque, incluso, las propias tradiciones culturales de una región, globalizando el consumo, la cultura, y la estética.
Chobum y Tati nos hablarán de esto constantemente. Ya que no solo se problematiza la variación en el gusto o la costumbre, sino que enfatizan con ahínco en la comercialización del arte, en su uso por parte de empresas y corporaciones, o en cómo éstas dejan a los artistas en relación de dependencia obligándolos a volcarse al patrocinio de sus últimos productos, poniendo su arte al servicio de la tendencia.
Este señalamiento empieza temprano en la película de la mano Alice, una joven pueblerina, posiblemente huérfana, que se gana la vida trabajando como mucama del hostal típicamente situado sobre el bar antes mencionado. Provocada por la curiosidad, comienza a rondar la habitación del mago, que, simpático, la remunera sacándole monedas por las orejas, alimentando aún más su curiosidad e incrementando la fantasía entorno a su figura. Yendo al título de la pieza, comenzando a ilusionarla.
Algo que hoy en día tenemos como un truco que podía hacernos con facilidad algún tío abuelo en nuestra infancia, o ya cualquiera que hubiese buscado un tutorial de un minuto en YouTube, en Alice, representa la contemplación del acto mágico, cree que Taticheff es un mago de verdad.
Seguida de esta idea es que le pide que le repare el oso de peluche de uno de los niños del hostal, pero el mago lógicamente no puede, se limita a ofrecer otra moneda. La magia no cumple los deseos, el dinero sí.
Aquí, según puedo entender, se distingue una clave para el vínculo que tendrán estos dos. Taticheff, lejos de ser un artista pudiente o exitoso, se las rebusca para subsistir económicamente. Se lo ve triste, nostálgico, deprimido, y hasta un poco cansado en la búsqueda del reconocimiento, del éxito, o de la remuneración. Por esto el concepto de inocencia que recae sobre la joven, se ve teñido de una esperanza correspondida.
Podemos decir que, así como ella ve en el mago la novedad o la fuga de su contexto de carencias, su creencia en la magia, la atención ante sus actos, la sorpresa con que los recibe, la admiración que le demuestra, son interpretados por Taticheff, también, como la creencia en su arte. Alice, que descubre en el mago una figura de amparo y protección, a lo mejor, una figura paterna, le habla de alguien que cree en él. Alguien a quien no va a querer desilusionar.
Tal es así que no puede permitírselo. Luego de presenciar como a los zapatos de Alice se les desprende la suela, esta vez, en lugar de hacer aparecer una moneda, le compra unos relucientes suecos rojos promocionados en el escaparate de una tienda del pueblo.
Cosa que puede relacionarse con el trasfondo del guion, que, de paso, suele ser interpretado como un material autobiográfico. Volviendo al padre ausente que le escribe la carta a la hija, podemos entender que Tati —no el personaje sino el artista— narra a través de este relato sus sentimientos, sus vivencias, y aconseja a una hija que crece entre gira y gira, y tendrá que enfrentarse a los albores del Capitalismo y la modernidad.
Tati —como hará en la película Taticheff— quizá, a la vuelta de sus recorridos, intentaría complacer a Sophie —su hija— con regalos y maravillas, a costa de ilusionarla y ganarse a su afecto.
Nuevamente, el mago no puede reparar los zapatos como no pudo reparar el oso de peluche, como no pudo estar presente. Puede sí, aunque lo vemos económicamente dubitativo, comprar un par nuevo y hacer un truco donde aparenta hacerlos aparecer.
El mecanismo del guion de acciones, al respecto, es por demás ingenioso. Como dije al inicio, el largometraje cuenta con escasos diálogos, siendo casi todos balbuceos o palabras arrojadas al aire como saludos. En ningún momento Chobum, posiblemente haciendo honor a la filmografía de Tati —y seguro también respetando el guion—, se molesta en manifestar verbalmente lo que comprende Alice cada vez que el mago hace un truco de magia.
En contradicción con la escena que da apertura a la película, donde un niño de ciudad repara en cómo el mago saca un pañuelo de la manga de su saco —cosa que no pareciera estar preparada para que el espectador descubra por sí mismo—, aquí, elige mostrarnos desde la escena de los zapatos en adelante, como Taticheff prepara sus trucos a espaldas de Alice.
Podemos ver como esconde la caja de zapatos y hasta cómo guarda los mismos debajo de un mantel antes de revelarlos a la joven entusiasmada que de inmediato se los prueba, da unos pasos, pasando luego a quemar los viejos en la estufa a leña.
La alusión al úselo y tírelo, acompañada de este desmantelamiento del artificio, se nos pone en primera plana, pero de manera implícita. Es, por así decirlo, un canto a lo subliminal de los orígenes de la propaganda capitalista. El objeto como hipnótico opera sobre los fascinados impidiendo que éstos vean la artimaña de seducción.
En cambio, hoy en día, las marcas apelan a lo explícito usándose de lo meta. Se ríen de si mismas y de su competencia, dialogan con un público consumidor que da por sentada la mentira, que comprende de estrategias de márquetin, y que necesita que se adapten a su visión para que pueda consumir tranquilamente, sintiéndose respetado.
La relación entre la joven y el ilusionista, en su comienzo, se esboza bajo la mirada de la —aún inocente— fascinada ante la ilusión del capital. Lo mágico para Alice no pareciera ser el acto mágico de aparecer un objeto, sino lo que hace aparecer. Taticheff, poco a poco, se transforma en su proveedor dentro de una estética de los beneficios.
La estética es uno de los temas esenciales que El Ilusionista pone en debate. Como es obvio, la estética apela de por si a una ilusión, un código que homogeniza nuestra realidad, o más bien, nuestra mirada sobre ella alienándola para alcanzar una comprensión compartida de a etapas históricas o sectores sociales. Comprensión que beneficia a las entidades capaces de promulgar las miradas. En tanto, comprensión contra la que las artes, históricamente y también en la contemporaneidad, luchan o sirven.
Teniendo esto en mente, la escena inicial del niño que percibe el truco de magia se reinterpreta. Nosotros, los niños de ciudad, que miramos la película en el cine o en nuestra computadora, sabemos de la existencia del artilugio y no queremos que nos engañen ni que nos subestimen. Ya no caemos por el mago veterano de los cumpleaños, estamos más preocupado por el conejo captivo y presentimos que su jaula se esconde en el baúl, necesitamos que se nos explique también el detrás de escena.
Mauricio Kartun, dramaturgo y director de teatro argentino, puede elucidarnos al respecto con una de sus tantas anécdotas. Un reconocido artista de sombras le habría contado que, en sus espectáculos, en los últimos años, los niños que atendían ya no se sorprendían ante las siluetas que creaba. No solo veían efectos más impresionantes en los medios digitales, sino que sabían que un proyector podía generar un efecto parecido o hasta de mejor calidad. Dándole vueltas al asunto, el artista decide revelar el artificio poniendo en juego su propia silueta detrás de la tela negra. Los niños pasaron a entusiasmarse con que alguien pudiera hacer artesanalmente lo que podía hacer una máquina.
Lo mismo sucede actualmente con casi cualquier guion de cine o libreto de teatro. Los públicos necesitan comprender explícitamente la trama minuto a minuto para no sucumbir ante el déficit atencional, la incomprensión, o el aburrimiento. El típico picadito para que se entienda puede verse en la industria hollywoodense casi completamente basada en fórmulas extraídas de libros de manual como Salva al gato de Blake Snyder. Resulta imprescindible que un guion, para alcanzar su producción —y ni hablar del éxito comercial— contemple una rutina en la que la estructura cuasi aristotélica calce sus escenas con los minutos del rodaje. Secuencia que consigue que el espectador pueda estar seguro de que, por ejemplo, si el protagonista rechaza la aventura, luego la aceptará. Que sepa que los malos triunfan antes de ser derrotados. Que el protagonista pasa su peor momento antes de una revelación que lo lleva a una batalla final donde resulte ganador.
Estamos ante una industria que dialoga consigo misma, que hace alusión a su acierto y a su error, películas que referencia a otras películas, eventos, o personajes. Películas que a avisan constantemente que son películas.
Las propuestas que no cumplen con dichos parámetros serán consideradas de alternativas, absurdas, y con suerte alcanzarán a ser consideradas de culto. E incluso estás, serán obviadas por el groso del público, que, sin tener un gusto particular por las artes, persiga las fórmulas establecidas del entretenimiento, considerando de raras al resto de las propuestas, ni siquiera preste las oportunidades necesarias.
Cuestión que plantea un problema tanto para el arte como para la construcción de la opinión pública. Ya que el artista deberá adaptarse en la búsqueda del éxito, o correr el riesgo de ser incomprendido al buscar la ruptura.
Esto es visible dentro del cuerpo de la película en su diálogo con sus espectadores y no así con sus personajes que parecieran estar ante un primer momento del cambio de disyuntiva, algo desorientados.
Si revisamos la obra del director, Chobum realiza en 2015 el videoclip animado de la canción Carmen de la banda ruandés-belga Stromae. Aquí expresa su visión sobre los medios de comunicación haciendo una dura crítica a Twitter ilustrando a un pájaro celeste que canta en los oídos de la gente en un ciclo interminable que va a parar a un pozo del que los pájaros asimismo nacen.
En el caso de El Ilusionista, el foco no está situado expresamente en la opinión pública sino más bien en cómo la propaganda y el mercado sientan las bases de la estética y la moda delimitando un status quo que construye a través de la imagen expuesta en lugares de visibilización pudientes instalados en la sociedad a través del capital.
Alice, ilusionada con sus zapatos nuevos, persigue a Taticheff cuando este sigue su búsqueda más allá del pueblo y decide partir a la capital de Escocia. En Edimburgo Alice se encuentra con una estética impensada en comparación con su vida pueblerina, mostrándose fascinada ante zapatos y vestidos que se exponen en los maniquíes de las vitrinas citadinas. Chobum nos la muestra —no solo admirada por la moda— sino que sintiéndose desencajada en relación a otras muchachas de su edad que asimismo la perciben como diferente o rara.
En este choque estético vemos a Alice pegada a los televisores en venta al lado de un viejo teatro donde Taticheff pega su afiche que ya no pareciera interesarle tanto. El mago sigue enfrentándose, de manera correlativa, al desinterés de un público que lo aplaude solo cuando presionan el dueño de la sala y su representante cual reidores. Mientras que la joven, que no lo va a ver ni una sola vez, utiliza su tiempo para reconocerse en una ciudad que le ofrece sueños en formato marquesina.
La escena nos transporta a una nueva residencia, un hotel de mala muerte que hospeda —hasta donde sabemos— únicamente a un cúmulo de artistas escénicos en condiciones parecidas a las de Taticheff. El hotelucho, nos demuestra en su metáfora, no solo ser lo que literalmente puede asumirse de un hotel barato bien parecido a una pensión, vemos aquí la reminiscencia del oficio de las artes vivas de manera icónica, en formato de cliché para que quede claro. Por supuesto tenemos a nuestro mago, y a él se suman los acróbatas, el ventrílocuo, el payaso, o hasta los enanos que atienden el mostrador. El hotel representa el albergue donde, sumidos en la crudeza de lo cotidiano, mueren el circo, la representación, y la magia, quizá, cierto canal de la fantasía fuera de la pantalla.
Estos personajes, con tinturas de fantasía, se nos presentan por las vías de los ojos de una Alice que todavía puede impresionarse ante los artilugios, pero que los irá normalizando. La veremos recaer en la estética de las costumbres que la posiciona cada vez más como algo semejante a una señorita. Siguiendo además los cánones de belleza, irá exigiendo a su figura paterna zapatos, sacos, vestidos. Y Taticheff, decidido a ilusionarla, simulando una vida algo hogareña con un conejo que cada vez se parece más a una mascota, durmiendo en un sillón, atravesando una complicada situación económica, usará lo poco que recibe en remuneración por su espectáculo para comprarle sus deseos que hará aparecer en nuevos actos de magia, quizá, cada vez más evidentes siendo que Alice perderá su inocencia.
La pieza juega con la idea de la perdida de la inocencia como punto determinante siguiendo algunas metáforas que desarrolla en sus escenas de manera palmaria llegando al lenguaje crudo.
Este concepto tiene su punto de partida cuando Alice, quien recordemos, nunca es vista como interesada en el espectáculo del mago, decide colarse en los camarines encontrando como resultado la última pieza de indumentaria que recibirá por parte de Taticheff, unos zapatitos de taco alto, blancos.
En esta escena, aunque como ya fue dicho, en el ilusionista nada es verbalmente explicado, entendemos que Alice deja de creer en la magia. Adentrándose en los camarines —como símbolo del detrás de escena— descubre la revelación del artilugio. La encontramos, en principio, ilusionada cuando, insatisfecha con su apariencia al mirarse al espejo, retrocede para chocarse con un dispositivo de resortes que hace saltar un ramo de flores. La vemos, ahora, interactuando con los artilugios para ver una cara diferente de la sorpresa, el susto. La magia no era real. Un susto que se evapora de inmediato al distinguir entre la utilería la caja que contiene —otro artilugio— los zapatos de taco que quería.
Se los prueba sin dejar de mirarse de reojo al espejo. Camina ridícula. Y deja atrás el camarín para encontrarse con un cuerpo de bailarinas, esveltas, altas, que no solo usan los tacos altos con naturalidad, sino que los embisten. Chobum, nos muestra como desfilan, idénticas en apariencia una atrás de la próxima, y como Alice, las toma de rol model, de punto de referencia. Fomentada por la insatisfacción de no cumplir con los estándares, entrenará su caminata en las puertas del teatro, desfilará hasta ser una más de ellas.
Dado el puntapié y la desilusión de Alice, la película nos prepara para una puesta a punto en torno a la pérdida de su inocencia que se aglutinará a la pérdida de la esperanza de Taticheff en una agrupación de secuencias que uno podría comprender como el clímax de la obra.
Aunque se entreveran o se relacionan, para distinguirlas con mayor facilidad, las presentaré por separado para esclarecer cada una de éstas y sus pormenores.
En primera instancia seguíamos la relación —cada vez más distante— y conveniente entre el mago y la joven. Situándonos a los personajes protagónicos en un modelo de padre-hija, Alice es declarada de pedigüeña. La mayoría de las escenas que veremos sobre la mitad de la obra nos enseñan paseos por la capital escocesa donde ella le señalará la indumentaria que marca tendencia en las vidrieras, y, asimismo, veremos cómo Taticheff saca cuentas para conseguirlas. Veremos como el ilusionista maniobra entre la tentación de complacerla y la subsistencia financiera, poniendo en conflicto la posibilidad de comprar alimentos.
La cinta corresponde la penuria económica del mago con el alimento. Podemos encontrarnos con esto en un principio cuando Alice señala un restaurante inaccesible para las posibilidades de Taticheff en cuya puerta es confundido con un recepcionista por una pareja de acomodados que terminan consiguiendo que les abra las puertas del local. Siguiente escena: terminan comiendo papas fritas en la calle.
Como suele sucederse en lo escenográfico, para que un remate tenga lugar, es necesaria la repetición. Antes de analizar una segunda ocasión donde se trabaja entre la esperanza y el alimento, intentando replicar el enredo situacional que la El Ilusionista nos propone, paso a describir la segunda de estas instancias conceptuales que llevan al clímax, la situación laboral de Taticheff.
A lo que Alice explora la ciudad persiguiendo la estética que le corresponde a su rango etario, la película se fuerza en mostrarnos las desventuras laborales del mago. Así, damos con que, en uno de sus paseos por la ciudad, Taticheff la aparta, es decir, la deja sola, marcándole expresamente el camino fuera de su cuidado semántico, para tomar un afiche en el que se ofrece un empleo. Cuando antes lo habíamos visto en varias oportunidades pegando los afiches de su propio espectáculo, siempre ante los ojos de Alice, esta vez, lo despega, a escondidas.
Es así, el fracaso sobre el escenario empuja a nuestro protagonista hasta un lavadero de autos en el que dura no más que una noche. Ahí, podemos apreciar otra arista del concepto general de la película. El artista obrando por fuera de su rubro, que, no solo es explotado, sino que subestimado por su empleador.
Taticheff, representando al artista ante el empleo convencional fuera del arte, desprovisto de los conocimientos específicos del taller, aparentemente torpe, ante un problema básico —que se genera a sí mismo a falta de la capacitación que nunca ofrecen los empleos que buscan mano de obra no calificada— resuelve el problema de una manera atípica que su empleador verá como motivo de despido.
Siendo gráficos, a la hora de lavar un auto lujoso, ante la exagerada cantidad de mangueras, desconociendo los líquidos eyectados por las mismas, termina engrasando el automóvil cuando intentaba echarle agua. Llueve y a Taticheff, sin saber cual es la manguera que expedita el liquido que afuera cae, saca a la calle el vehículo y deja que se lave por su cuenta. Solución creativa.
Lo despiden. Pero incluso habiendo sido desempleado, el dueño del automóvil se muestra satisfecho ofreciendo a otro de los empleados una cantidad de propina que impresiona al dueño llevándolo a pensar que, entonces, la paga, debió de ser igual de exagerada. Lo vemos revisando el uniforme y extrayendo un fajo de billetes que Taticheff no recibirá.
Una escena como esta nos enfrenta a un sentimiento común del artista frente a los protocolos que los agentes del capitalismo repiten faltos de cuestionamiento. La burocracia de procedimientos que puede embarrar o —en este caso— manchar un trabajo demasiado sencillo, son material de castigo para el trabajador que, aunque cumpla con el objetivo de su labor, no consiga el mismo por sus métodos tradicionales. Las empresas, proveen del sentimiento de seriedad y trascendencia sobre las cuestiones más triviales a sus trabajadores, que, en dependencia monetaria, deberán inmiscuirse en la convención.
El arte, como cosa en sí, tiende a la búsqueda de la interpretación adyacente, mira por sobre la sociedad implicándose en tanto comedias como tragedias, en parodias, en pantomimas. No es un caso aparte el hecho del artista excluido, incomprendido, sufrido por la sociedad y el tradicionalismo laboral. No es —hoy por hoy— un caso puntual el del artista empobrecido que cuestiona su empleo mal remunerado lejos de agradecer la posibilidad de un medio para pagar vivienda, impuestos, o expensas, que señala desde su arte la injusticia que percibe del mundo, que sueña con cambiarlo.
En tanto, y volviendo al alimento, tenemos a Taticheff contando las monedas para comprar menos de lo que había pedido, tres embutidos cortados a tijera.
De vuelta al hotel nos encontramos con Alice preparando un estofado. El ventrílocuo, —como espectadores sabemos— le había conseguido los ingredientes dándole además un recetario. Taticheff, en esta escena, es expresado en su máxima carencia. Fracasando tanto en lo que detesta como en lo que añora. Aun así, no llega a la casa intencionado a ofrecerle a la joven vestidos ni zapatos de última moda, notamos cómo, intuyendo su conocimiento por la realidad detrás de las mismas, pretendía hacer aparecer por arte de magia, esta vez, los embutidos, el alimento. No lo consigue, la descubre concentrada en la preparación de algo que él no surtió, y confundido, obedece la indicación de la joven procediendo a sentarse a la espera en la mesa.
Volvamos a alejarnos de esta cena para alcanzar la tercera de las situaciones en torno a la pérdida de la inocencia que llevarán al film a mostrarnos cómo Taticheff se halla desesperanzado.
Habíamos mencionado al ventrílocuo, pero no pudimos implicarlo demasiado como tampoco al payaso. Mientras que el primero se nos apunta como un ser relativamente feliz que consigue hacer reír a Alice, iremos entendiendo más y más que Tati y Chobum se usan de él para expresarnos como esta alegría yace no más que en su marioneta de madera. Por sí mismo, tenemos a un hombre triste que encuentra en su arte la única compañía. Y yendo al payaso que vemos por primera vez llevando al mago al hotel, nos encontramos con algo parecido. Primero desesperanzado, después vapuleado por los niños en la calle, más tarde ebrio, escuchando música de circo, tomando carrera para suicidarse.
La imagen del payaso y su cuerda tensa debe ser de las más impactantes del largometraje. Quiero decir, si bien la película se le insinúa a uno en esta materia, el carácter fantasioso con que todo se le presenta, aunque sostenga tintes nostálgicos o melancólicos, llega a engañarlo.
El ilusionista es experta en esta clase de apariencias. De a momentos, intermitentemente, juega con estas situaciones de desidia presentándolas con suma cotidianidad, de manera exclusiva y esporádica, breve. Construye en la retina de su espectador una serie de movimientos que llevan a la revelación absoluta, como un truco de magia. Los movimientos pasan por sobre el ojo del público agazapados, uno mira encantado por la naturaleza del gesto, por la eficiencia cromática, por la tranquilidad con que se lleva adelante el acto, y de repente, se sorprende.
Por suerte, piensa uno, el intento de suicidio del payaso se ve interrumpido por el plato de comida que ofrece Alice. Con el mago sentado en la mesa, sirve un segundo plato para el ventrílocuo. Lo vemos a éste comiendo en su mesita en una especie de cita triste con su muñeco de madera. Abajo, Taticheff, a raíz de que el viento abre la ventana de la cocina, levantándose a cerrarla descubre en el recetario la palabra rabbit creyéndose que Alice hirvió a su conejo en la olla. Majestuoso.
Este modelo narrativo es sumamente significante. En oposición a la sobre explicación de la película contemporánea, aunque pueda ser sumamente explicito, me consta que existen los espectadores que no se percatan, por ejemplo, de que el viento mueve las páginas del recetario. Ni que Taticheff más temprano había aprendido la palabra rabbit cuando observan a los comensales del restaurante lujoso desde afuera. Incluso entiendo que existen los espectadores que no alcanzan a enterarse de que esta parte de la película toma lugar en escocia. Ya que uno se entera por las vías de un cartel.
El hecho de que Chobum decida respetar el foco de Tati —que puede verse por cualquier parte de su obra— donde elige no explicitar los elementos de la trama que excedan al gesto o al sonido, dejando a disposición del público la posibilidad de entender sobre el sentido de las figuraciones contextuales explicadas por medio de la cartelería o del subtexto, me parece fundamental para una pieza que relata el paradigma del arte ante el exceso de artificio, el storytelling publicitario, y la posverdad.
Es posible que un espectador vea a Taticheff inquieto y, que sin haber leído el libro o apreciado el gesto, no lo entienda preocupado por su conejo. Así como es posible que vos, lector, no recuerdes su mención en tres oportunidades más temprano en este texto. Al menos en la película, Chobum y Tati, juegan con esto, a esto puede referirse uno al decir —desde el plano técnico— que El Ilusionista lleva su título bien calzado.
Aprovechando la situación, reitero, Chobum cocina y condimenta las circunstancias con la sutileza del mago, y a la vez, las revela para ese niño de ciudad que señalaría la manga o que se quejaría por la incoherencia de una acción que no revela su entramado.
Esto, por las vías de los efectos persuasivos, sentimentales, o de lo que apele al ester egg, hoy día, llenan cualquier película taquillera con agujeros de guion que nadie necesitará explicar pero que consumirá millones de reproducciones en YouTube donde la aparición de los tres Spidermans sean sobre analizados. Estamos ante una era donde rige la necesidad por la comprensión, y de esto El Ilusionista se aprovecha.
Aun así, uno que sabe que el conejo no debería estar en la olla, llega a preocuparse poniéndose en los zapatos de Taticheff. Podemos verlo en sus momentos culmines, no solo atiende al fracaso y no consigue un empleo gratificante, sino que, podemos entender, el mago es consciente de que Alice comprende que no es un mago verdadero luego de haber descubierto la caja de zapatos en su camarín.
Esto, por otro lado, nos porfía en la esperanza correlativa que intercalan nuestros protagónicos. Si bien a estas alturas ella ya había vestido los zapatitos, prefiere no vestirlos, quizá, con la intención de no desilusionar al mago, aunque, sin darle ya la posibilidad de ilusionarla.
La música del circo suena en la cocina dándole la idea a Alice de ofrecer un plato de estofado al payaso, ebrio hasta la médula, a punto de suicidarse en el piso de arriba. Presenciamos una vez más a Taticheff en la búsqueda del conejo. Que Alice lo usara como alimento, supondría, claro está, la pérdida radical de la esperanza de ella en su magia, y en tanto en su arte.
Pero no es así. El conejo sale desde abajo del sillón prendido a los embutidos a lo que vemos como el payaso, ya interrumpido, engulle desesperadamente el plato de estofado. Nuestro mago demuestra cierto alivio, pero se comprende que algo varió.
En las escenas consiguientes, próximas al epílogo conceptual o un tercer acto bastante breve, tendremos las escenas del más allá de ese circo supuesto a morir en condición de prestado, en el hotel.
El ventrílocuo desaparece. Alice, se encuentra con un señor de traje ingresando al que había sido su cuarto en compañía de una prostituta. Vemos su marioneta ofrecida de manera gratuita en una vitrina. Lo vemos más tarde borracho en un bar. Después, pidiendo monedas en la calle. El payaso, sin más explicaciones, sigue con su vida. Se despiden uno a uno los acróbatas dándole a Taticheff una tarjeta al final de la escalera del hotel por la que también desciende Alice completamente rediseñada, vestida idéntica a un maniquí de vitrina. Enfatizada.
Así empieza el cierre. Otro despido para Taticheff que vuelve a ser reemplazado, ahora en Escocia, por las mismas bandas que supieron desplazarle de Londres y fueron avanzando.
La película nunca nos había hablado de esos tres acróbatas un tanto excéntricos que demostraban estar de buenos ánimos. Un nueva posibilidad de empleo lo lleva a Taticheff a marcar tarjeta en alguna empresa dedicada a la venta de productos relacionados con la moda. Los acróbatas, dispuestos a pintar enormes afiches, nos introducen ante la problemática que fue planteada en la primera parte de esta reseña: la utilización del artista por parte de la empresas.
A diferencia de lo que vimos en el lavadero, en este caso, los agentes del poder encuentran en los artistas capacidades que logran facilitar las tareas necesarias para la propaganda. En el caso de los acróbatas, la ejemplificación se exagera al punto de que son ellos los supuestos a pintar los murales correspondientes. En tanto Taticheff, les alcanza los materiales.
Aunque fuera innecesario, el mago, hace uso de sus capacidades ilusorias para divertirse o divertir a sus compañeros de trabajo. Aparece los rodillos de maneras simpáticas, cambia el color de la pintura, y esto es visto por la supervisión que mandará a llamar a su agente.
La película nos engaña nuevamente, nos presenta esta nueva laboral como algo positivo para un Taticheff que parece conformarse repentinamente ante el protocolo horario —aunque le cuesta—, sumiéndose en un carril de propuestas que combinan su uso de la magia con la presentación de productos frente a público.
Algo interesante a destacar es que, el mismo niño que al principio señalaba su truco con aburrimiento, ahora se demuestra entusiasmado. Y es que aquí sienta el círculo de la obra, es imposible no relacionar la revelación de los primeros suecos de Alice con la escena del mago —ahora detrás del escaparate— demostrando perfumes y corpiños. De hecho, a modo de reforzar la relación, el guion consigue que Alice se encuentre con la exposición de la que Taticheff forma parte, intentándose adentrar en el escaparate para obtener uno de sus productos patrocinados.
Por segunda vez, Taticheff hace a un lado a Alice, ofreciéndole, nuevamente una moneda, explicando —esta vez— que no puede hacer más que eso, volviendo a resignificar el acto. El mago se mete al auto donde su representante lo llevará a un desfile de la explotación en el que terminará ebrio en una presentación de cócteles que nos regala la reflectáfora donde aquel bar del pueblo escocés asume el punto contrario. En este caso, no es su espectáculo lo que asombra al público, sino el producto que patrocina.
Alice, como vimos a lo largo del largometraje, a través de revestimiento graficado en la indumentaria, sufrió un cambio radical desde su punto de partida en el pueblo. Ya algo distanciada de Taticheff, se enamora de un citadino que se ve atraído, quizá sí, quizá no, por su nuevo atuendo de vitrina. Pasean por las calles de Edimburgo y son vistos por el mago, que se esconde, detrás del perchero de los vestuarios, retrocediendo por accidente a los interiores de un teatro en el que ya no trabaja.
Taticheff rechaza los trabajos como patrocinador de productos. Pierde del todo la esperanza. Alice creció. Y no pienso que esto tenga que ver con que ella encuentre una pareja, sino más bien, con que haya descubierto la precedencia de sus zapatos. El mago pierde la esperanza sobre el ilusionar. La vio crecer, la vio cambiar, y ahora la ve ilusionada dentro de una nueva estética. El amor romántico.
En las montañas, el mago, libera a su conejo, al conejo que al principio lo detestaba y después durmió en su misma cama, naturalizado, fuera de cualquier magia, como mascota. Lo vemos saltando entre todos los de su misma especie, libres a lo que el mago se va a continuar con quién sabrá qué.
Llueve sobre Edimburgo y Alice y su amante se refugian bajo un tapado. Al llegar al hotel, Alice descubre una carta junto a un fajo de billetes: «la magia no existe».
Hablar de esta película llena de melancolía, de tristeza, arroja al sentimiento de esperanza. El arte, ya en las épocas de Tati, y desde siempre, peligra y se adapta, lucha ante las estéticas y sigue su camino. Observando. Criticando. Viéndose corrido. Pero modificando y modificando otra vez.
Un cuento que nunca iba a ser estrenado por su autor reaparece en animación y el artista ni se entera. El arte reverbera, por los períodos, pero el arte es vivo, es reacción ante épocas y períodos, sigue siendo la risa del niño en la vitrina o el niño señalando la manga en el escenario.
La reacción a lo que se performa nos habla de esas épocas, de esos períodos, nos enfrenta ante lo humano sujeto a las estéticas que lo rigen, a las cualidades de la magia que nos ilusiona. Y si esta, se sigue entendiendo como una tecnología demasiado avanzada, creo que al fondo nos habla del humano en sí en un momento donde los sueños, la conciencia, y las emociones, todavía nos representan un misterio que solo emulamos en el arte.
Estética de pop-ups para un mundo que molesta, Esétera se presenta en obras y con invitaciones que en este artículo serán expresadas como hipervínculos.
*Salvo la primera, cada palabra subrayada indica un artículo o segmento de Esétera donde el concepto en cuestión se trata o se amplía. Notarán que, varias de estas palabras, ya que estamos en obras, llevarán a veces a los mismos artículos antes vinculados. Esto, lejos de querer reflejar intencionalmente una carencia, se justifica en el nombre conceptual de nuestra editorial, más de lo mismo.
Aunque intencionado a hablar de arte y de cultura, me veo tentado a que esto trate del inédito decir productivista sobre el encare del año, o del estrafalario contador de minutos de vida .
Por dos vías paralelas, quería cuestionar otra vez la pregunta de cuántas vacaciones nos quedan, la sensación de que nos persigue la fecha de nuestra muerte marcada en un calendario.
Arranco entonces señalando la promiscua metáfora de acumularse en un balneario ‘ido para arriba’, de seguir la manada del turismo interno beneficiando los cuatro rincones por los que también se pasean las derechas en su ritual de tramar nuevas estrategias para vender su falopa neoliberal. Más allá de que estamos a junio y todo en Uruguay llega tarde —hasta Esétera—, me aterra que, tras la visita al sitio popularizado surja la queja de que al ir haya gente o de que no haya nadie. Termina destacando eso en lo anecdótico más que la aventura de haber ido.
Existe un esperable inconformismo sobre la vacación, que, como Esétera no es una editorial de turismo, me obligo, ahora sí, a comparar con el arte.
A la vuelta la ciudad asco —del chapuzón a la sequía— se vuelca esto en algo parecido a ese parque temático del charquito formado por un caño roto. Fingimos demencia tomando la chela mientras el trasfondo, desdibujado, en paralelo, nos encierra con las cintas pare. ¿Esas son las balizas que nos quedan?
Permitiéndome reacomodar la cuestión, pensando ya en las capitalización de esos paraísos fiscales en medio de la selva citadina, los espacios culturales, y no hablo solo de locales, sino de corrientes, se alzaban cuando enmudecieron con la pandemia.
Supongo que más de una persona fantasiosa coincidirá en que el hecho artístico se da de a períodos, de a pausas. Existen las temporadas altas, de grandes movimientos, para recaer después al icónico silencio creativo de las placas tectónicas. Es, de muchas maneras, parecido al turismo de un planeta de estaciones prolongadas. Planeta que cada vez se parece más a este.
No es que me esté planteando ni deseando que todo sea bullicio, sino más bien cómo este bullicio, estando orquestado por entidades normativas en formato corralito, con una escuela dada según sus conveniencias de agenda, nos narran un medio escindido con un adentro y un afuera de la bataola del tren.
Por 2019 nos cuestionábamos esto mismo con Tania caminando por una Montevideo invernal llena de sueños mudos que, producto del vino, estarían arañando los balcones. Imaginábamos abundancia de arte callejero, teatros colmados, galerías y montones de ilusiones que se terminaron de aplastar con la crisis del murciélago. De allí salió el primer volumen físico de Esétera en noviembre del 2021.
Como tantos artistas, durante el 2020, por las vías del tele-trabajo, el tele-estudio, y todo lo que implique centralizar la base de operaciones en una pieza, crecí significantemente mi obra. Sintiéndome más extrañado de lo común, en las primeras fiestas clandestinas, donde uno se ponía al día con las caras de los acquaintances que solía ver trotando el mar de lobbies, me encontraba por accidente en la puerta de cualquier barsucho criticando amparado en lo que hacía, desde la sombra de algo que todavía no había sido dado a conocer.
En la postpandemia, me animo a decir que algo de esto varió. La crítica sigue, pero la meta crítica dio a los criticones la noción de que la mala lengua distanciaba. Quizá producto del endulzamiento por la ausencia de artes vivas, se permitió la sorpresa y el elogio. Y aunque la situación siga más o menos por el mismo riel, hasta en el silencio quedan reverberando los pensamientos que toman por necesario el diálogo para formar un medio más o menos sustentable.
Los comentarios de un espectador del medio artístico, promedio, tendían a lo vampírico en el sentido de mostrar los colmillos ni bien empezada la obra para desparramar la sangre en la desventura de la salida. El despotrique, al menos en el mundillo al que pertenezco —al del teatro— es un cliché permanente e innegable. Todos lo hubiésemos hecho mejor, hubiésemos utilizado mejor el fondo, actuado mejor, iluminado mejor, esétera.
Esto, como por suerte ya escuché decir por ahí, a mi entender tiene que ver con la falta de comunicación entre los hacedores en términos de lo esencial al arte. Las conversaciones entre pares —salvo en la intimidad— suelen ser triviales apuntando al desglosado de una carpeta de proyectos que los interlocutores se prometen, se auspician, o se promocionan. La falta de discusiones sobre políticas artísticas, pero, sobre todo, sobre procedimientos artísticos, investigaciones, formatos, estilos, o corrientes, es lo que no termina de alinear un medio donde cada uno cuida de su chacha.
La posición de esta crítica, fijándose en las áreas de una pieza que sobrevuelan el acervo artístico, el símbolo, o la intención social, empeoran. Sin demostrar herramientas, narran lo establecido, lo avalado, o incluso el favor. Sin manifestar interés por dar lugar a lo emergente, donde el debate se sucede, los espacios que dan los medios tradicionales al debate cultural —desde los amarillistas, hasta los progresistas— es pobre. Los artistas noveles rara vez tienen lugar para explayar su pensamiento sobre su actividad como si esperaran a ‘ser descubiertos’. En tanto, los grandes espacios culturales, las notas centrales, las fotos tamañosas, están reservadas para destacar —tardíamente— a las figuras consagradas.
Así, el diálogo, en un contexto tan chiquito y desparramado, con muchas oposiciones ideológicas que no tienen medio en el que enunciarse más que en chusmeríos y sahumerios, se vuelve algo intrincado.
Algo sumamente difícil, a priori, porque el artista se dedica a su actividad creadora y es lógico que se le complique para agremiarse. Sobre todo, si pensamos que la mayoría de los creadores, además de pensar en sus creaciones, se ven obligados a pensar en el alquiler.
No digo que sea responsabilidad de los artistas enfrentarse o copar espacios en los medios de un mundo sumergido en el entretenimiento, pero ¿se puede recordar agrupaciones europeas del siglo pasado, soñando con que, en un momento de posmodernismo neto, en Montevideo, pueda pasar algo parecido a un movimiento?, ¿qué existan las epístolas, las contestaciones, los argumentos públicos?
Al fin que siempre terminamos hablando de costumbre y economía. No tendría sentido compararnos, porque, aunque sea cierto que muchas de las corrientes se generaban en condiciones de escasez, los públicos comprendían las artes como un lugar donde depositar su tiempo libre y también las naciones europeas.
Aquí, pensando en el multiverso de la internet, todavía no se han monopolizado demasiado los ejemplos de los países limítrofes, ni los escasos ejemplos locales que pueden ir desde 2008 con Tiranos Temblad, hasta una Evita Luna en el presente. Hay varios intentos de ‘creadores de contenidos’ dando vueltas en un período de timidez, atreviéndome a decir que, como el medio de cada rama es chico, ‘da vergüenza’ iniciarse más allá de la selfie o de la foto del desayuno vegano. Da vergüenza exponer pensamiento y obra.
Menciono las redes porque siento que es el mayor debe que tiene hoy por hoy el arte uruguayo. Las tradiciones de las artes vivas, siento, nos ponen en un estado de defensa ante las nuevas plataformas de expresión como si optáramos por una postura pseudo hippie, que es en verdad conservadora.
Negar la actualidad es —en estos momentos— permitir que las instituciones y sus perspectivas, variables según los poderes ejercientes, nos permitan o no expresarnos con sus subsidios.
También entiendo que, siendo la comunidad artística en su mayoría de izquierdas, quiera mejorar la canal de políticas y prestaciones. Pero pensar obras creadas para dichas plataformas —y no simplemente adaptarlas o usarlas como medio de difusión—, podría desestabilizar la inercia bajo la que nos regimos, incluso obligado a los organismos estatales y a los medios de comunicación tradicionales, a reaccionar.
Parece que jugamos a mantenernos en nuestras posturas, como si tuviéramos miedo de un cambio real y estuviéramos protegiendo el motivo de nuestras quejas para seguirnos quejando.
Las artes visuales se adaptan a esto mucho mejor, pudiendo publicar en Instagram, las exposiciones, las ferias, se trasforman en algo suplementario como pasó hace años con la poesía. Cosa que ahora no pasa con el resto de las artes donde la tradición comanda. La escritura zapatea para premios y editoriales, la actuación sigue siendo demasiado vergonzosa como para depender de sí misma, la música le rehúye a la personalidad y a los personajes, la danza sigue en la sala o en el salón y performa fuera del entendimiento del ciudadano.
Es como si olvidáramos que el arte está más allá del medio. De que el arte solo se usa del medio para acceder al público. Que el arte no es un hobbie y que el artista es un ciudadano de carácter público —o para-público— que cumple funciones sociales.
Antes que a nadie me hablo a mí mismo, intuyo una gran responsabilidad de esta área de la comunidad en torno a la adaptación de sus propuestas, para poder competir por el ojo del espectador, para poder aportar perspectiva a la ciudad expandiendo nuestra cultura. Ya que, según pienso, es el arte, lejos de la producción de resultados y ganancias, una instancia fenoménica, simbólica, y metafísica, donde un espécimen —o un grupo de especímenes— se reúnen a crear un código estético que —si bien está influenciado por lo cotidiano de nuestro mundo globalizado, de la estética que nos rige— abre un portal a otra realidad. Una realidad colectiva, próspera, reflexiva, y analítica.
La responsabilidad, no tiene por qué ser esperar una invitación semiformal de los medios que tengan la varita mágica del reconocimiento y la promulgación. Cuando esa instancia llega, me animo a decir que es imposible la idea de ‘romper desde adentro’ a menos que lo popularizado de ‘ocupar los espacios’ implique la abertura de puertas, la ampliación, y no la sentadilla del mantenimiento.
¿Crear espacios entonces? Puede ser, pero más que espacios, pienso en plataformas de perspectivas.
Quizá fantasear con que un artista manifieste un pensamiento y otro le responda —desde el mismo o desde otro medio— hoy en día suene a infantil, cayado. Las herramientas para comunicar las tenemos desde nuestras propias redes sociales en medios tercerizados de multinacionales. Y, así y todo, lo que menos se haya en Instagram o en plataformas similares centradas en el entretenimiento, son los espacios de intercambio de pensamiento.
De este modo, Esétera, se propone como un espacio de resiliencia donde alojar o fomentar posturas. Esperando, claro está, que no sea el único, sino más de lo mismo en un futuro donde haya más de lo mismo.
Esétera quiere funcionar como medio para que se sucedan los debates, para que las opiniones se encuentren. En este metafísico que nos sujeta, quizá sea Esétera, una invitación.
Anda dando vueltas por ahí el cuento del profesor que le pregunta a sus alumnos «¿para qué sirve un ventilador?», pregunta que dejaré por aquí para retomarla más tarde y darte el tiempo a qué pares a pensar.. En el interín haré tiempo para que la pienses, estoy haciendo tiempo, lo estoy manufacturando, al tiempo, al tuyo, a tu tiempo de lectura, a tus inversiones, a tu ocio, se te va la vida, estás un segundo más cerca de la muerte.
¿Ya pensaste la respuesta? ¿Sirven para refrescarnos? ¿Para enfriar el aire? ¿Para desplazarlo? ¿Para cortarlo? ¿Sirven para dar la sensación de ausencia de calor? La respuesta de este profesor iba por una vía absolutamente paralela: los ventiladores sirven para que el dueño de la empresa de ventiladores se forre de guita. Imagino que el profesor debía de sonreírse cada vez que sus alumnos se alumbraban con la respuesta porque siempre supone una picardía jugar con la lógica establecida realizando un cambio abrupto de paradigma que, sin afectar la premisa, la elude yendo a roer un hueso diferente, a lo mejor ideológico.
Seguido de esta consigna y de un espíritu de calendario que celebra dentro de poco el Día de los Muertos, asumiré una postura un tanto materialista para opinar sobre lo funesto de nuestro sistema funerario.
Procedimiento habitual
Recapitulemos como si fuéramos imbéciles absolutos: cuando alguien muere se llama a una ambulancia y plímbate, se llevan al fiambre en un periodo de tiempo medianamente corto, lo meten en una bolsa bien parecida a las de plástico negro popularmente utilizadas para despachar la basura, y listo, la funeraria se encarga del resto. Hablando de plástico: petrodólares, velorio o no, cremación o entierro, lluvia de películas en el cementerio, nos pican los mosquitos, esé. Ahora bien, ¿cuál será el porcentaje de casos en los que el muerto tiene algo parecido a lo que uno imaginaria como “entierro digno”? ¿Digno de qué? me pregunto, no estoy seguro, simplemente me suena a qué mi abuela apilada dentro de un cajón en una pared llena de cámaras donde se apilan cadáveres podridos, huele mal. Debe oler terrible. Puede que sea mi fantasía pero recuerdo que el equipo técnico usaba mascarillas para abrir la fosa y recuerdo ver por la abertura de la puertita dos-tres cajones más. Esas paredes son terribles, bien parecidas a lo que vemos en las morgues de las películas, cuerpos incrustados en paredes, etiquetas en los dedos gordos de los pies. Pero aquí lo corredizo no es camilla, es forcejeo para que entre y pronto, después, la gente que no tiene capacidad de ver fantasmas se va a andar preguntando si estarán hablándole a su padre o a su tía. A los dos años, reducción, la única opción que se nos da ―a grandes rasgos― termina por ser una mentira, el cuerpo no puede descomponerse, necesita ayuda, el hotel chino, el loocker necesita ser vaciado, viene el siguiente, después de dos años ya pasó el duelo y ahora si querés visitar el cuerpo de alguien podés hacerlo dejando la caja enorme de las cenizas en la mesa de luz por ejemplo.
Queja habitual
Uno paga para eximirse de responsabilidades, nuevamente, petrodólares, y cuando se va sintiendo libre de pesos y colgaduras te llega la llamada y hay que atender a ver a donde la tiramos, la dejamos. Un jarrón en lo alto de un mueble, a ella le gustaban las playas de Rocha, de España, no tengo para el pasaje, ¿cuál era que era el barrio de la infancia?, la tiramos por el wáter, la fumamos como a Tupac.
Es extraño que hasta el acceso a ser comido por los gusanos y descompuesto y tragado por la tierra sea recurso al que la clase alta se atrinchera. Lo más estúpido, sin embargo, es la forma en que se sucede este atrincheramiento como ejemplo a casi cualquier otro lujo. Una empresa sitúa un servicio o producto frente a los ojos del pudiente y éste enseguida gasta millones de dólares en una figurita en formato digital, pasa de pagar por un .jpg a comprar terrenos virtuales en Earth2.
O quizá un ejemplo de inercia política
¿Se podría realmente considerar una estafa aquello que pasaba en los noventa cuando se decía que los ricos compraban porciones del queso lunar? ¿Etarias de cielo?
La aporía del derroche y la falta
Creo que la diferencia explícita entre estos dos derroches de dinero recae en el abordaje de la idea por sobre la materia imponiendo así una falta. Quiero decir, prometiendo un cacho de luna, la persona tentada no hace más que sentir que mientras gente pasa hambre tiene un satélite que parece un plato, o una mancha en ese plato que, cual espectáculo, puede verse a monóculo. Es lo mismo que ocurre hoy día con las NFTs o con la Earth2. La parcela en el cielo es bien diferente, claramente juega con la esperanza, se abusa de la idiotez ―por no decir inocencia―, y sin saberlo ni interesarme en investigarlo digo con certeza lo que me resulta obvio: la fracción de la clase media que no tuvo la suerte de pasar por las configuraciones correspondientes para quedar bien industrializada y no pecar, justamente, de idiota o de inocente, es la que recae en los Erva Life y las estafas piramidales de turno. Lo mismo que cuando la clase media y la clase baja vota derechas. Pero para no seguir con los ejemplificativos, relacionemos las anteriores con los cementerios.
Sistema de creencias
Nuestra clase media ―media-media― industrializada actualmente es increíblemente atea, atea ya en un sentido religioso, no es agnóstica, no duda. La Ciencia, derrocando a la Iglesia volcó a occidente a un nuevo sistema de creencias hegemónico. No estoy diciendo que la Ciencia sea peor o mejor que la Iglesia, de hecho, me simpatiza muchísimo más. Pero, por polémico que suene decir algo así en tiempos donde su dogma manda, el solo hecho de que tenga que excusarme para poder manifestar tranquilamente un pensamiento, significa sin lugar a dudas que una perspectiva es la que tiñe el mundo por sobre otras, y que por tanto, necesita ser sospechada. Lo edificante de la empírea no es excusa que impida el análisis de si la primer viga no está pintada al óleo para descubrir del tópico no más que un cuadro. El procedimiento del fenómeno es sumamente abstracto, el evento por ser observable varía según el ojo y el ojo por ser además de ojo, cuerpo, y el cuerpo por tener memoria y noción de memoria, se sugestiona. Lo que interesa entonces es la forma en que se ejerce el justificado, y el justificado fundamental de la Ciencia es que podemos decir que del excedente de sus investigaciones más profundas resultan de rebote nuestros teléfonos celulares, nuestras viviendas, nuestras luces, nuestras ropas, nuestros libros, nuestros transportes, nuestras comidas, nuestros entretenimientos, esé., nuestro confort.
Para esto la Ciencia nos obliga a serle fiel, la regularización del estudio, del método de estudio, de la técnica específica, y la academización de las distintas áreas de conocimiento, genera posturas que facilitan a la Ciencia ―no a la humanidad― a la Ciencia, el registro del suceso seguido de procedimientos inherentes a la investigación. Cada ladrillo, cada tesis de grado, genera idea de desarrollo más idea de progreso. Estamos sujetos a la productividad. Cuestión que tiene su doble filo, los eventos, la cuestión social en auge (ora género, feminismos, diversidad), ¿son habilitadas y promulgadas por el Capitalismo debido a una válvula que reventaba hace tiempo y revienta, o, estratégicamente porque al Capitalismo sirven como le sirvió a Marlboro poner mujeres fumando en sus afiches? ¿Es ético decir que la cuestión social no se debe a lo social sino a la plataforma en la que lo social se sucede, es decir, al Capitalismo. ¿Cómo es posible que se digan frases como «¿cómo es posible que esto pase en pleno siglo XXI?». ¿No es todo lo que pasa en el siglo XXI inherente al siglo XXI? ¿No es notar la injusticia entorno a la desigualdad de género ―por ejemplo― un ejemplo fundamentalmente representativo de este siglo o por lo menos de este primer par de décadas? Porque a veces siento que nuestra sobredosis de información nos lleva a escindirnos pensando que lo que está sucediendo es una componente asumida cuando solo podemos hablar de procesos noveles, que, por tener historia larga de fondo no significa que estén a rajatabla sentenciados.
Cualquier fenómeno que está pasando, justamente, está pasando, verlo o entenderlo en masa no habla de otra cosa que de lo ímprobo de la comunicación en este período. Ahora sorprendernos, creo, es un error que atiende a nuestra condición de burbuja cuando siento que debería pincharse para que pueda darse la conciencia que hace a una lucha. Asumir perspectivas no debería negar las perspectivas sino apelar a la comprensión por sobre las perspectivas.
Necesidades sociales e invisibilizaciones antiguas
Entonces así, una sociedad que lucha por lo que el trayecto mismo de la sociedad determina en un momento dado de derechos, ¿no debería preocuparse indiscutiblemente por el hambre? ¿Cómo es posible que si hay millonarios intercambiando .jpg como figuritas no se marche y se mueva el mundo por la desigualdad de clases?
Quiero decir, ¿no es importante el hambre y la vivienda, la educación y la salud, la explotación de vidas y de recursos planetarios? ¿No son estas cuestiones sociales ―también injustamente añejas― equivalentes a la igualdad de género, a la sustentabilidad o los viajes espaciales? No estoy diciendo que no se deba o que no sea sumamente necesario pujar y luchar por éstas, solo me cuestiono la implicancia del Capitalismo y su conveniencia a un tiempo dado y qué, si realmente los derechos adquiridos fueron adquiridos expresamente por ser luchados, ¿por qué no se lucha también por estos? ¿Por qué, no se escucha a menudo una pregunta como: «cómo es posible que se inviertan millones de dólares anuales en prototipos de cohetes que explotan antes de despegar, en sistemas de satélites? ¿Cómo un meme tan grande como la ONU se atreve siquiera a expresar que harían falta 267.000 millones de dólares anuales para erradicar el hambre en 2030? ¿No hay prioridades?
Cambio el eje, ¿en qué se fija Netflix? Explota cínicamente la diversidad, la sexualidad, el género y la perspectiva femenina, saca un documental sobre el cuidado del medio ambiente tras otro. Esto que sin dudas es un logro anhelado y brillante, también es preocupante. Es entendible que la industria extienda sus brazos para abarcar toda necesidad o demanda, pero esto lo hace para conformarnos, literalmente, para entretenernos. Mientas decimos ‘un logro sucede’ vemos referentes de lo despótico y de lo misógino en nuestras vidas cotidianas y nos preguntamos «¿cómo es posible que esto pase en pleno siglo XXI?», cuando nos situamos, también, en un mundo donde la indigencia en el arte es prácticamente un tabú aunque tengamos en casi cualquier serie un representante de cada género y de cada etnia, como podría decirse que tenemos un representante de la indigencia en cada una de nuestras esquinas. El mainstream no visibiliza lo que no queremos ver, genera el estereotipo cuando surge el problema, lo abraza y lo hace parte pero esto sesga las problemáticas restantes. La locura y la pobreza en el arte hoy son un cliché tan ridículo como lo supo ser ―y todavía lo es― la esposa o la mucama. Lo marginado, lo que en un tiempo dado es lo sin voz o lo muteado, implica a quienes no tienen un lugar de expresión en la sensación de lo mainstream. Cosa que pareciera no importar porque la indigencia al mainstream no accede. En redes sociales entendemos que estamos entre pares hablando y pensando lo mismo, denunciamos a las derechas, al fascismo, a los misóginos, pero lo hacemos entre pares. ¿Entonces hay que esperar que surja un milagro y que pueda la indigencia agremiarse?, ¿a qué un niño en un semáforo tenga una epifanía y reparta boletines por el barrio y se choque de cara contra su contexto?
Cuestiones arcaicas que decidimos olvidar
Y aquí es que vuelvo al materialismo. En lo eterno de la cosa biológica, sabemos que nos vamos a morir. Este es nuestro sistema funerario, nos entretenemos, sí, en este preludio a la muerte que es además la única certeza que la experiencia científica puede constatar. Luchamos por causas, eludimos la indigencia y la pobreza, creemos que no es nuestra responsabilidad aunque la clase alta nos responsabiliza de la clase baja poniéndonos en la lindera de la limosna a lo que se encierran en sus barrios privados. Estamos jugando a olvidarnos de la muerte o intentando que el pasaje por este plano sea más ameno para nuestras individualidades. No estoy fomentando esta idea de que algunas civilizaciones antiguas tenían resuelta la vida y ya estaban pensando en la muerte. Ni faraones falopeándose en sarcófagos, ni que la sociedad roja piensa en la sustentabilidad, la naranja en la sexualidad, la amarilla en el bien estar, la verde en la estabilidad, la azul en el intercambio ideológico, la índica en la espiritualidad, y la violeta en la muerte. El arcoíris hoy en día sirve hasta para pensar en eso y asumir que una sociedad joven se preocupa por la comida para preocuparse por la vivienda y luego por los derechos y así y así.
En retrospectiva, la concepción sobre la vida de las culturas originarias aquí en América, era lo que les impedía verla como objeto de consumo y crear alrededor de ella un sistema de producción destructivo como el que tenemos hoy por hoy en nuestra modernidad urbana. Nuestros únicos ejemplos de civilización humana que funciona de manera equilibrada con el planeta fue vapuleado y es tomado hoy como un fenómeno de zoológico al que hay que cuidar por pura ética panfletaria, no vemos sus tecnologías ecológicas, no nos interesan sus modalidades de vida simbióticas con el resto del ser. Desde que españoles y portugueses zafaron de los árabes terminando con la Edad Media, con los desembarcos, con el fuerte La Navidad y después la navidad, la tierra se está pudriendo y yo estoy escribiendo esto tomando Coca Cola aun sabiendo que el océano está lleno de plástico. «Un proceso de muerte, de necrofilia» dice Dussel. Ahí está nuestro sistema funerario.
Uno empieza a pensar que quizá los indígenas tenían alguna excusa importante detrás del entierro con sus caballos y sus pertenencias, y que estás, nada tienen que ver con un cielo prometido. Hoy en día puede ser visto como maltrato animal, aun cuando nuestro sistema esta lleno de explotación animal que colaboran a esta destrucción planetaria y no solo en los mataderos, consumimos animales como objetos, ‘queremos un gato, un perro’ y con suerte nos escudamos en el amparo cuando no simplemente en la belleza. Explotamos la vida, tenemos, deseamos. Estamos en un campo de consumo libidinoso donde perdemos constantemente el horizonte del porvenir, la huella de carbono como ejemplo de la huella de mierda que le dejamos al planeta.
La gota de agua que cae al océano, ―estoicos mediante―, me lleva a pensar que ser tragado por la tierra tiene algo de fundamental en el trascender como materia orgánica sustentable. Si verdaderamente asumimos que la materia es materia, ¿cómo no nos preocupa donde es que vamos a ser enterrados? Después mucho Antígona y fascistas que desaparecen gente, ¿pero y ahora? ¿Qué va a pasarnos? Pensemos en el alma ¿cómo no?, pero desde la materia sin genética de por medio, ¿ser cenizas en lo alto de un ropero no debería llamarle la atención a alguien? ¿Cómo se sucederá nuestro reciclaje?
Decidimos olvidarnos. Si nuestra generación pegó un volantaso del positivismo al nihilismo del meme y la ironía, deberíamos capitalizarlo ya que no hay escapatoria a la plataforma, es eso o dejar que el entretenimiento y la idea del éxito nos ingiera mientras nos se nos cae una idea que apunte a algo, parecemos estar olvidando que los gigantes de nuestra Europa bien que se nos parecían y quizá la tenían menos complicada ―está bien― esa podría ser una excusa si obviamos lo antelado para sumirnos nuevamente en la sobredosis de dopamina, pero por lo menos apelaban al movimiento mientras que por acá se los sigue idolatrando, se sigue diciendo en la escuela que Colón descubrió América y recién en nivel terciario se accede institucionalmente a pensadoras y pensadoras con las que compartimos algo de territorialidad.