Estética de pop-ups para un mundo que molesta, Esétera se presenta en obras y con invitaciones que en este artículo serán expresadas como hipervínculos.
*Salvo la primera, cada palabra subrayada indica un artículo o segmento de Esétera donde el concepto en cuestión se trata o se amplía. Notarán que, varias de estas palabras, ya que estamos en obras, llevarán a veces a los mismos artículos antes vinculados. Esto, lejos de querer reflejar intencionalmente una carencia, se justifica en el nombre conceptual de nuestra editorial, más de lo mismo.
Aunque intencionado a hablar de arte y de cultura, me veo tentado a que esto trate del inédito decir productivista sobre el encare del año, o del estrafalario contador de minutos de vida .
Por dos vías paralelas, quería cuestionar otra vez la pregunta de cuántas vacaciones nos quedan, la sensación de que nos persigue la fecha de nuestra muerte marcada en un calendario.
Arranco entonces señalando la promiscua metáfora de acumularse en un balneario ‘ido para arriba’, de seguir la manada del turismo interno beneficiando los cuatro rincones por los que también se pasean las derechas en su ritual de tramar nuevas estrategias para vender su falopa neoliberal. Más allá de que estamos a junio y todo en Uruguay llega tarde —hasta Esétera—, me aterra que, tras la visita al sitio popularizado surja la queja de que al ir haya gente o de que no haya nadie. Termina destacando eso en lo anecdótico más que la aventura de haber ido.
Existe un esperable inconformismo sobre la vacación, que, como Esétera no es una editorial de turismo, me obligo, ahora sí, a comparar con el arte.
A la vuelta la ciudad asco —del chapuzón a la sequía— se vuelca esto en algo parecido a ese parque temático del charquito formado por un caño roto. Fingimos demencia tomando la chela mientras el trasfondo, desdibujado, en paralelo, nos encierra con las cintas pare. ¿Esas son las balizas que nos quedan?
Permitiéndome reacomodar la cuestión, pensando ya en las capitalización de esos paraísos fiscales en medio de la selva citadina, los espacios culturales, y no hablo solo de locales, sino de corrientes, se alzaban cuando enmudecieron con la pandemia.
Supongo que más de una persona fantasiosa coincidirá en que el hecho artístico se da de a períodos, de a pausas. Existen las temporadas altas, de grandes movimientos, para recaer después al icónico silencio creativo de las placas tectónicas. Es, de muchas maneras, parecido al turismo de un planeta de estaciones prolongadas. Planeta que cada vez se parece más a este.
No es que me esté planteando ni deseando que todo sea bullicio, sino más bien cómo este bullicio, estando orquestado por entidades normativas en formato corralito, con una escuela dada según sus conveniencias de agenda, nos narran un medio escindido con un adentro y un afuera de la bataola del tren.
Por 2019 nos cuestionábamos esto mismo con Tania caminando por una Montevideo invernal llena de sueños mudos que, producto del vino, estarían arañando los balcones. Imaginábamos abundancia de arte callejero, teatros colmados, galerías y montones de ilusiones que se terminaron de aplastar con la crisis del murciélago. De allí salió el primer volumen físico de Esétera en noviembre del 2021.
Como tantos artistas, durante el 2020, por las vías del tele-trabajo, el tele-estudio, y todo lo que implique centralizar la base de operaciones en una pieza, crecí significantemente mi obra. Sintiéndome más extrañado de lo común, en las primeras fiestas clandestinas, donde uno se ponía al día con las caras de los acquaintances que solía ver trotando el mar de lobbies, me encontraba por accidente en la puerta de cualquier barsucho criticando amparado en lo que hacía, desde la sombra de algo que todavía no había sido dado a conocer.
En la postpandemia, me animo a decir que algo de esto varió. La crítica sigue, pero la meta crítica dio a los criticones la noción de que la mala lengua distanciaba. Quizá producto del endulzamiento por la ausencia de artes vivas, se permitió la sorpresa y el elogio. Y aunque la situación siga más o menos por el mismo riel, hasta en el silencio quedan reverberando los pensamientos que toman por necesario el diálogo para formar un medio más o menos sustentable.
Los comentarios de un espectador del medio artístico, promedio, tendían a lo vampírico en el sentido de mostrar los colmillos ni bien empezada la obra para desparramar la sangre en la desventura de la salida. El despotrique, al menos en el mundillo al que pertenezco —al del teatro— es un cliché permanente e innegable. Todos lo hubiésemos hecho mejor, hubiésemos utilizado mejor el fondo, actuado mejor, iluminado mejor, esétera.
Esto, como por suerte ya escuché decir por ahí, a mi entender tiene que ver con la falta de comunicación entre los hacedores en términos de lo esencial al arte. Las conversaciones entre pares —salvo en la intimidad— suelen ser triviales apuntando al desglosado de una carpeta de proyectos que los interlocutores se prometen, se auspician, o se promocionan. La falta de discusiones sobre políticas artísticas, pero, sobre todo, sobre procedimientos artísticos, investigaciones, formatos, estilos, o corrientes, es lo que no termina de alinear un medio donde cada uno cuida de su chacha.
La posición de esta crítica, fijándose en las áreas de una pieza que sobrevuelan el acervo artístico, el símbolo, o la intención social, empeoran. Sin demostrar herramientas, narran lo establecido, lo avalado, o incluso el favor. Sin manifestar interés por dar lugar a lo emergente, donde el debate se sucede, los espacios que dan los medios tradicionales al debate cultural —desde los amarillistas, hasta los progresistas— es pobre. Los artistas noveles rara vez tienen lugar para explayar su pensamiento sobre su actividad como si esperaran a ‘ser descubiertos’. En tanto, los grandes espacios culturales, las notas centrales, las fotos tamañosas, están reservadas para destacar —tardíamente— a las figuras consagradas.
Así, el diálogo, en un contexto tan chiquito y desparramado, con muchas oposiciones ideológicas que no tienen medio en el que enunciarse más que en chusmeríos y sahumerios, se vuelve algo intrincado.
Algo sumamente difícil, a priori, porque el artista se dedica a su actividad creadora y es lógico que se le complique para agremiarse. Sobre todo, si pensamos que la mayoría de los creadores, además de pensar en sus creaciones, se ven obligados a pensar en el alquiler.
No digo que sea responsabilidad de los artistas enfrentarse o copar espacios en los medios de un mundo sumergido en el entretenimiento, pero ¿se puede recordar agrupaciones europeas del siglo pasado, soñando con que, en un momento de posmodernismo neto, en Montevideo, pueda pasar algo parecido a un movimiento?, ¿qué existan las epístolas, las contestaciones, los argumentos públicos?
Al fin que siempre terminamos hablando de costumbre y economía. No tendría sentido compararnos, porque, aunque sea cierto que muchas de las corrientes se generaban en condiciones de escasez, los públicos comprendían las artes como un lugar donde depositar su tiempo libre y también las naciones europeas.
Aquí, pensando en el multiverso de la internet, todavía no se han monopolizado demasiado los ejemplos de los países limítrofes, ni los escasos ejemplos locales que pueden ir desde 2008 con Tiranos Temblad, hasta una Evita Luna en el presente. Hay varios intentos de ‘creadores de contenidos’ dando vueltas en un período de timidez, atreviéndome a decir que, como el medio de cada rama es chico, ‘da vergüenza’ iniciarse más allá de la selfie o de la foto del desayuno vegano. Da vergüenza exponer pensamiento y obra.
Menciono las redes porque siento que es el mayor debe que tiene hoy por hoy el arte uruguayo. Las tradiciones de las artes vivas, siento, nos ponen en un estado de defensa ante las nuevas plataformas de expresión como si optáramos por una postura pseudo hippie, que es en verdad conservadora.
Negar la actualidad es —en estos momentos— permitir que las instituciones y sus perspectivas, variables según los poderes ejercientes, nos permitan o no expresarnos con sus subsidios.
También entiendo que, siendo la comunidad artística en su mayoría de izquierdas, quiera mejorar la canal de políticas y prestaciones. Pero pensar obras creadas para dichas plataformas —y no simplemente adaptarlas o usarlas como medio de difusión—, podría desestabilizar la inercia bajo la que nos regimos, incluso obligado a los organismos estatales y a los medios de comunicación tradicionales, a reaccionar.
Parece que jugamos a mantenernos en nuestras posturas, como si tuviéramos miedo de un cambio real y estuviéramos protegiendo el motivo de nuestras quejas para seguirnos quejando.
Las artes visuales se adaptan a esto mucho mejor, pudiendo publicar en Instagram, las exposiciones, las ferias, se trasforman en algo suplementario como pasó hace años con la poesía. Cosa que ahora no pasa con el resto de las artes donde la tradición comanda. La escritura zapatea para premios y editoriales, la actuación sigue siendo demasiado vergonzosa como para depender de sí misma, la música le rehúye a la personalidad y a los personajes, la danza sigue en la sala o en el salón y performa fuera del entendimiento del ciudadano.
Es como si olvidáramos que el arte está más allá del medio. De que el arte solo se usa del medio para acceder al público. Que el arte no es un hobbie y que el artista es un ciudadano de carácter público —o para-público— que cumple funciones sociales.
Antes que a nadie me hablo a mí mismo, intuyo una gran responsabilidad de esta área de la comunidad en torno a la adaptación de sus propuestas, para poder competir por el ojo del espectador, para poder aportar perspectiva a la ciudad expandiendo nuestra cultura. Ya que, según pienso, es el arte, lejos de la producción de resultados y ganancias, una instancia fenoménica, simbólica, y metafísica, donde un espécimen —o un grupo de especímenes— se reúnen a crear un código estético que —si bien está influenciado por lo cotidiano de nuestro mundo globalizado, de la estética que nos rige— abre un portal a otra realidad. Una realidad colectiva, próspera, reflexiva, y analítica.
La responsabilidad, no tiene por qué ser esperar una invitación semiformal de los medios que tengan la varita mágica del reconocimiento y la promulgación. Cuando esa instancia llega, me animo a decir que es imposible la idea de ‘romper desde adentro’ a menos que lo popularizado de ‘ocupar los espacios’ implique la abertura de puertas, la ampliación, y no la sentadilla del mantenimiento.
¿Crear espacios entonces? Puede ser, pero más que espacios, pienso en plataformas de perspectivas.
Quizá fantasear con que un artista manifieste un pensamiento y otro le responda —desde el mismo o desde otro medio— hoy en día suene a infantil, cayado. Las herramientas para comunicar las tenemos desde nuestras propias redes sociales en medios tercerizados de multinacionales. Y, así y todo, lo que menos se haya en Instagram o en plataformas similares centradas en el entretenimiento, son los espacios de intercambio de pensamiento.
De este modo, Esétera, se propone como un espacio de resiliencia donde alojar o fomentar posturas. Esperando, claro está, que no sea el único, sino más de lo mismo en un futuro donde haya más de lo mismo.
Esétera quiere funcionar como medio para que se sucedan los debates, para que las opiniones se encuentren. En este metafísico que nos sujeta, quizá sea Esétera, una invitación.