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Merwina Londés

Una bitácora del otro lado

Mucha gente dice esto de que debe soñar porque todo el mundo sueña, pero, que no lo recuerda. Conozco personas que, sorprendidas ante el evento aislado del sueño, llegan a decir algo como «la otra noche soñé». Estas precipitaciones parecen ser tomadas con entusiasmo, con curiosidad, y extrañeza. Además, son bordeadas por el aura de un misterio ominoso en el que me diera la sensación no parecieran quererse adentrar. Esto no lo puedo constatar y lejos estoy de la intención de toparme con lo próximo a una estadística, justo para estos casos, menos. No obstante, me creo en la posición de aseverar que la mayoría de estas personas consideran los sueños como algo perteneciente al reino de lo infantil. Tomando lo infantil como lo callado, le restan importancia. Y las visiono sujetas a una idea de que los sueños tal y tal, y que tal está en la niñez, y que por eso ya no se accede a tal, porque crecieron, crecieron y crecieron para demostrarlo.


Cuando tenía unos doce años me regalaron una libretita con una luna que dejaba en la mesa de luz para anotar los sueños. No tengo idea de por qué se me dio por eso, supongo que me gustarían y que querría usarlos para mis historias. La libreta todavía la conservo, y, aunque está en pésimos condiciones, le faltan páginas, y lo que está escrito a lápiz apenas se lee, puedo ver que me iba aproximando al hábito por la práctica que un par de años más tarde, al obtener un celular con notas rápidas, se convertiría en un principio de bitácora que se iría transformando en algo tan crucial para la vida como lo que pasa de este lado.


Si bien no son los apuntes originales, en espíritu se les parecen. Pasaron, sí, por la corrección ortográfica, sintáctica, y gramatical que a veces el operador sonámbulo no consigue tener en cuenta. Aun así, han sido corregidos —no para aparentar ser cuentos— sino para evocar con mayor nitidez aquello que se apuntó. En algunas ocasiones eso que fue apuntado se prefirió intacto y a lo sumo se metió una tilde o se cambió algo como «Era Mosca» por «éramos». La dosificación de estos cambios es arbitraria por lo que no deseo que nadie se piense que las narraciones presentes en los Volúmenes de La Onírica persiguen el rigor científico ni el literario.

Estos volúmenes, de los cuales presento aquí el primero, cumplen un rol fundamental en mi estudio sobre la imaginación, la personalidad, la persona, y el personaje. Son cruciales para mi experiencia en esta plataforma que convenimos llamar de vida, y, además de proveerme de un sentido ulterior para con mi propio reino, presiento que tienen un valor por tratarse de un largo registro que, de momento, abarca catorce años de mi vida.


Probablemente me volví escritor escribiendo estos sueños y obrando por las noches en el ejercicio de imaginar o de ir o de quién sabe qué cosa. Con los años fui desarrollando un mapeo de lugares, personajes, y situaciones comprendidas dentro de La Onírica. De niño, lo recuerdo a la perfección, me esmeraba mucho en poder representar las historias que inventaba con mis juguetes —de este lado— en mis sueños. No estoy seguro de si lo conseguía o no. Lo que sí sé, es que en los sueños encontraba nuevas historias que recrear. Es decir, aquello que pareciera haber comenzado de manera unilateral, se convirtió, o es ahora, o siempre fue, una paradoja del huevo y la gallina.


Notarán, por ejemplo, tanto quienes hayan leído otros fragmentos de mi obra como quienes no, que en las entradas de esta bitácora intercalan situaciones de índole abstracto-cotidiana con otras que parecieran apelar a algo escondido presentando cierta continuidad. Ese secreto que de niño tanto me dominaba llevándome a investigarlo por las vías del sueño o del juego, seguía colándose en mi adolescencia por aquí y por allí para volver desenfrenado en mi adolescencia tardía y los primeros años de adultez. Ese secreto no solo fue lo que me empujó a escribir mi primera novela, sino que se volvió mi primer teatro, mi sala de ensayos.


Algunas coincidencias como que mi escuela quedase arriba del Teatro Astral de la calle Durazno en Montevideo, compaginadas con el juego con los macacos de la niñez, moverlos, doblarles la voz, llevaron, de lo mas probable, a que terminara por estudiar actuación en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático, consiguiendo que por segunda vez en la vida me encontrara con una escuela donde funcionaba un teatro. Entonces la dirección de actores se pareció al juego con los macacos, mis compañeros de escuela se parecieron a mis compañeros de escuela, y así.


Pero incluso antes de esto que sucede recién a por mis veinte años, los personajes de mis novelas aparecían en mis sueños con sus nombres siendo interpretados por compañeros, maestros, profesores, jefes, conocidos, amigos, familiares, lo que fueran. Páginas y páginas de mis novelas fueron escritas a lo largo del tiempo transcribiendo sueños al despertarme. Hubo épocas en las que, noche a noche, esperaba el sueño que me acercaba cada vez más por un cuento hasta su desenlace.


 Por eso es que, asimismo, notarán que algunos nombres son extraños o pertenecientes a mi propio mundo de fantasías. Esto no se debe únicamente a un motivo que busca ocultar la identidad de personas que existan con otro nombre de este lado. Personas a las que les puedo haber soñado con violencia, sexualización, miedo, deseo, o todo aquello que la psicología se ha esmerado desde el siglo XX en dar condición de arquetípica sino de tripartita, castradora, y fomentador de este barullo mucho más abstracto que nos tiene sujetos de este lado en social compañía.


Por supuesto que algo de eso hay, como diría Levón. No quisiera que este libro llegue a las manos de una compañera de escuela para que se entere de que mantuvimos relaciones sexuales dentro de mi cabeza arriba de un caballo. Pero, sobre todo, la decisión subyace en que a la hora de anotar la basta mayoría de mis sueños, y, sobre todo, desde un gran tiempo a esta parte, rara vez siento que nombrar a alguien de este lado defienda el esquema que está allá.

En los sueños, como en las novelas, como también en los cuerpos fuera de las cédulas de identidad y cualquier tipo de registro de orden sistémico, la personalidad es fluida, fragmentaria, y está compuesta de una diversidad de representaciones que yo no quisiera atribuirle a nadie, a menos qué, claro está.   


Así, cuando sea necesario explicaré en las notas al pie. Daré coordenadas para la lectura de mi inconsciente. Pero vuelvo a resaltar que la intención de esta bitácora no es la de que siga nadie una lectura lineal ni de que se entere del secreto que todavía no me entero, la intención, es la de la personología definida como:


La táctica, pragmática, procedimiento, o ciencia (en su sentido de capital minúscula) de interpretar a una persona en su compendio de máscaras, de la manera que la persona que la intérprete quiera, pueda, y allá ella, válgale cualquier redundancia. La personología es la dinámica en la que el sujeto (la pieza) desglosa su sistema inconsciente de manera expositora a favor de que el humano (ese constructo estético creado por occidente), tenga acceso a la noción gráfica de que más allá de la estética impuesta y compartida (dictada), tiene una condición interna muchísimo más horonda que unos cuantos años de historia, escritura, o habla. La personología no pretende eludir ninguna estética ya que gracias a la Estética es que existe y se comprende, no es una anti estética bajo ningún sentido ya que entiende que eso no es posible. Tan solo es potencia de herramienta política al desorden de que el orden —que por las noches se pisa el palito—, no consiga anticipársele al bicho al que llama humano. Ese bicho que todavía sueña desprolijo es la única fuerza que tienen los bichos para derrocar la estética de lo humano.  

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